Aisha duerme sobre mi pecho, con la respiración pausada, como si el mundo no pudiera tocarla. Tiene tres días de nacida y ya logró detener el tiempo. Vito se asoma desde la puerta, curioso, con una flor en la mano que él mismo recogió del jardín. Me la ofrece con orgullo. —Para mi hermana —dice, en voz baja. Sonrío. Me inclino un poco y lo dejo apoyar sus deditos sobre la cabecita de Aisha. La mira como si fuera un pequeño milagro. Y lo es. Ella lo es. Ellos, juntos, lo son todo. Estamos en casa. Una casa que construimos al lado del centro de producción, para estar cerca de lo que más amamos: nuestras vidas, y las de tantas otras mujeres que siguen llegando con sus historias en la mochila, buscando un lugar donde volver a empezar. El centro creció más de lo que jamás imaginamos. Lo que
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