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1329 Palabras
LEO El miércoles tenía pinta de ser un día de mierda. Tengo que madrugar más de lo usual para abrir el estudio y tengo la agenda llena: una pareja con tatuajes a juego, una tía que sólo quería enseñarme las tetas, terminarle el puto cuervo a Alex y otras personas —que parecen cientas— tatuándose sus gilipolleces sacas de Internet. Para cuando cierro el estudio, estoy reventado, con las manos oliendo a tinta y la cabeza zumbando. Marko me arrastra al bar de la esquina. Lo necesitaba. —¿Por qué coño Joe no ha venido? —me quejo. Ese viejo cada vez aparece menos—. Le voy soltar las llaves en la cara. —Porque se está retirando sutilmente —Marko levanta su cerveza, con esa sonrisa de cabrón que siempre lleva—. Y nos va a traspasar el estudio. Llevo desde los dieciocho trabajando en el estudio, Joe ya era viejo y ahora lo es aún más, y desde el día uno lleva diciendo que cuando se jubile nos dejará el negocio. Marko y yo empezamos juntos, a duras penas nos graduamos del instituto, éramos dos críos con más ansias de dinero que de aprender, pero Joe nos metió en vereda. Nos enseñó a tatuar, a llevar el negocio, a no cagarla con los clientes. —Que lo haga ya, pero sin dramas —murmuro, dándole un trago largo a la cerveza. Un buen rato después salgo del bar con un zumbido suave de las cervezas, no borracho, pero relajado. Me encuentro con dos tíos saliendo del portal cuando llego al edificio y me cuelo en el ascensor. Chirría, pero me lleva a la cuarta planta. Las puertas están todavía a medio abrirse cuando veo la puerta del 4A abierta de par en par, ¿qué cojones? No tengo ni que asomarme, Anastasia está de pie en mitad de su salón con ese maldito pijama corto. El pelo rubio le cae hasta casi rozarle el culo, y j***r, esos pantalones son un puto delito: tan cortos que apenas cubren nada. Está mirando unas cajas y lo que parece ser un sofá a medio montar, con las manos en las caderas, como si estuviera a punto de darle una patada. Mi cabeza se va directa al sábado, a su piel contra la mía, a cómo gemía en mi cocina. —¿Va todo bien? Anastasia da un respingo antes de girarse. Sus mejillas se tiñen de rojo, y tira de la camiseta hacia abajo, pero eso solo marca más el escote. Para mi infortunio, esta vez lleva sujetador. —Estoy intentando montar el nuevo sofá y una mesa —Ella suspira, apartándose un mechón de pelo de la cara. Miro el caos: tornillos desperdigados, un cojín aplastado, el armazón del sofá torcido, y unas cajas abiertas con piezas de lo que debe ser la mesa. —¿Necesitas ayuda? Me mira un segundo, y veo cómo se debate entre decir sí o no. Sus ojos azules vuelven a mirar lo que tiene por delante antes de volver a mi. Me gustan sus ojos. —Si no te importa, sí que la necesito. En cuanto pongo un pie dentro de su apartamento veo el desastre más claro. Anastasia se agacha y recoge unas instrucciones del suelo que me pone en la cara. Son las instrucciones del sofá. —¿Y qué le pasaba a los otros muebles? —Que son de mi casera y se los quería llevar. Sólo los ha dejado aquí hasta que me trajeran estos y los de la empresa de transporte acaban de salir pitando. El sofá pesa un quintal, las instrucciones no son difíciles pero ella sola no habría podido mover esto ni de broma. Llega un punto en el que no sé si estoy ayudándola porque me estoy volviendo demasiado bueno, o porque cada vez que se agacha esos pantalones cortos le descubren un poco más los cachetes del culo. —¿Dónde está —el crío, voy a decir, pero me corrijo— Oliver? Levanta la cabeza y señala sutilmente una puerta entreabierta. —Durmiendo un rato. Anoche no descansó mucho, esto de la mudanza le descuadrando un poco. —¿El pavisoso que estaba aquí el otro día es su padre? ¿Y a mí qué me importa? ¿Por qué acabo de preguntar eso? Pero entonces se echa a reír. ¿La he escuchado reír antes? No lo creo. Es un ruido agudo, melódico y suave. —Trevor, sí, es su padre —se le borra un poco la sonrisa, transformándose en una ligera mueca—. No es un mal tío, pero te compro que sea un poco... pavisoso. —Nos quedamos en silencio, y casi a punto de terminar de montar la mesa, añade—: Vivíamos juntos, y ahora que me he mudado hemos tenido que organizar el tiempo que pasamos con Oliver cada uno, pero no me gusta mucho que se lo lleve. De repente me pinta un cuadro que no esperaba: una vida juntos, una ruptura, un crío en medio. j***r, ¿por qué me importa? —Has dicho que es un buen tío. —Es mucho más complicado que eso. —Se levanta del suelo y se estira el bajo del pijama volviendo a tener esa sonrisilla—. ¿Te gustaron los pasteles del otro día? Tengo más, y café, por si quieres. Esa sonrisilla suya es un peligro, y el pijama no ayuda. —Si me das más, me vas a malacostumbrar —le sigo el rollo y me ofrece su mano—. ¿Qué? ¿Crees que vas a levantarme? —Soy más fuerte de lo que te crees —dice con confianza. Cojo su mano, más porque quiero volver a tocarla que por necesidad. Su piel es suave, cálida, y cuando tiro un poco para levantarme, ella se tambalea hacia adelante. Sus tetas me rozan el pecho, seguramente sin el sujetador hasta sentiría sus pezones clavándose en mi piel a través de la tela. Sus ojos azules se clavan en los míos, y j***r, el aire se carga como si estuviéramos a punto de repetir el sábado. Mi mano sigue en la suya, y la otra, sin darme cuenta, acaba en su cintura para estabilizarla. —Fuerte, ¿eh? —bromeo, con la voz más ronca de lo que quería. No puedo apartar los ojos de sus labios entreabiertos. Deslizo la mano por su cuerpo, atrayéndola un poco más a ver hasta dónde puedo llegar, y ella deja escapar un sonido suave, casi un gemido, que me pone la piel de gallina. Quiero empujarla contra el sofá nuevo y repetir cada segundo del sábado. Hacía mucho que no follaba tanto, ni tan bien. Me inclino, y siento el calor húmedo de su aliento contra mi boca. Mis dedos empiezan a tocar el elástico de sus pantalones cortos, sólo necesito un poco de presión para colarlos por dentro y tocarle la piel desnuda. Joder... la de cosas que quiero hacerle. Me inclino otro poco más, o ella se estira, ya no tengo ni idea de lo que pasa, pero sé que estoy a punto de volverme loco si no la vuelvo a besar. La rozo con mis labios, justo cuando el sonido de una puerta abriéndose corta el aire como una bofetada. —¿Mamá? La voz infantil hace que Anastasia se aparte de golpe, tropezando ligeramente al girarse. Oliver está de pie en el marco de su habitación, medio dormido, con el pelo revuelto y un peluche apretado contra el pecho. —Cariño... —le dice y cruza el salón. Yo debería irme. Además, ¿qué coño estoy haciendo? Preguntando por su ex, metiéndome en su vida, casi besándola en su puto salón. No soy de los que se meten en movidas así. No necesito complicaciones. Pero j***r, me paso el resto del día, de la noche, y de la semana, sin sacármela de la cabeza.
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