ANASTASIA
No debería estar pensando en él. Soy madre, tengo un crío de cinco años, un ex con el que he vuelto a discutir, y unos padres a los que ignoro. Pero aquí estoy, quemándome la lengua con el café porque mi mente está en el vecino del 4B y no en la taza.
He vuelto a dejar que Trevor que se lo lleve, dos fines de semana seguidos, y creo que he cedido sólo por no seguir discutiendo. Estoy harta de escuchar como suena cada vez más como sus padres —o lo que es peor—, como los míos. No sé en qué momento Trevor se ha convertido en esto, en alguien que me hace apretar los dientes y contar hasta diez para no soltarle un grito.
Así que es viernes y vuelvo a estar sola, y vuelvo a pensar en Leo. Llevo toda la semana volviéndome loca poco a poco. Cada vez que escucho la puerta de enfrente, espero que, por lo que sea, venga a llamar a la mía. O que, por alguna maravilla casual, nos encontremos en el rellano. Es ridículo. Es absurdo. Y no puedo parar. He pensado en enviarle un mensaje, pero ni siquiera tengo su número. Y si lo tuviera, ¿qué le pondría? “Gracias por ayudarme con los muebles y ¿quieres terminar lo que dejamos a medias?” No, gracias.
Por si no fuera suficiente, ni siquiera Lou puede sacarme de casa porque tiene una cita —que no llegará a nada, como todas sus citas—, con un tío que ha conocido en Tinder. >
Quizás podría intentar salir yo sola, pero no quiero lidiar con la imagen patética que me parece arreglarme para terminar sentada y marginada en la barra de un bar cualquiera. Pero algo dentro de mí se rebela. No quiero seguir así, encerrada, obsesionada, sin hacer nada. Quiero ser adulta. Ser valiente. Ser, por una noche, esa versión de mí que no piensa tanto.
Voy a llamar a su puerta y preguntarle si quiere tomarse algo. Si dice que no, pues nada, me trago la vergüenza y sigo con mi vida. Pero si dice que sí… Le estoy dando demasiadas vueltas. Le pego los últimos tragos al café aunque siga quemando y camino hasta la puerta con el corazón en un ritmo sospechosamente alto para una persona que solo va a hablar con un vecino.
Abro la puerta.
Su puerta también se abre. Y ahí está él. Con la misma expresión que imagino que debo tener yo. Como si hubiera sido empujado por el mismo impulso absurdo. Como si, de todas las posibilidades del universo, él también hubiera venido a llamar a la mía.
—Hola.
—Hola.
Joder, ¿y ahora qué?
—¿Vas a alguna parte? —Su voz ronca hace que, por un segundo, me pierda en excusas baratas.
—A... limpiar el coche. ¿Y tú?
Menuda mentirosa. Pero entonces Leo ladea la cabeza en un sutil gesto hacia mi. Unos mechones oscuros le caen por la frente y cuando se los aparta, me fijo en cómo sus músculos rodeados de tinta se tensan.
—¿Quieres tomarte unas cervezas?
Me quedo congelada. No porque no lo desee —Dios, si lo deseo—, sino porque suena tan simple que me dan ganas de reírme.
—Sí, por favor... —creo que sueno patética y por eso él se ríe—. Lo necesito.
—Es mejor que limpiar el coche. —Se retira de su puerta lo justo para que yo pueda entrar en su apartamento—. ¿Ese era tu mejor plan para un viernes?
—Algo así, pero es que no has visto mi coche, es un desastre por dentro —eso es verdad. Debería limpiarlo.
La bestia que tiene como perro me mira desde el suelo, pero por lo menos mi presencia parece no importarle lo más mínimo.
—¿Nada de fiestas este fin de semana?
Leo ya está sacando dos cervezas del congelador cuando me acerco a su cocina americana. Este apartamento es exactamente igual que el mío, pero parece más grande sin tener tantas cosas de por medio.
—No, lo siento, no vas a encontrarme otra vez pasada de copas en el ascensor —bromeo, y cuando nuestros ojos se encuentran se me escapa una sonrisa.
—Una pena —añade.
—Ya... Mi amiga ha decidido tener una cita con un extraño de Tinder. Tiene muchas de esas ¿y sabes cuántas le funcionan? Cero. Le digo que es lo que pasa cuando la gente miente en internet.
Leo se desliza en el taburete a mi lado, con su rodilla rozando descaradamente la mía.
—¿Estás sola el fin de semana?
—Sí... Oliver está con su padre. Acordamos que era un fin de semana con cada uno, pero estoy siendo... flexible. —Que Leo me mire como si le interesara, me hace seguir hablando—. Y sé que todo esto de la mudanza y separarlos de repente lo tiene vuelto loco.
—¿Al pavisoso del padre?
Me hace reír.
—No, a Oliver. Trevor es sólo un pesado, pero lo puedo entender, yo tampoco podría estar dos semanas sin Oliver, por eso he dejado que se lo lleve otra vez.
—Tiene pinta de oficinista coñazo.
Vuelvo a reírme y le pego un trago a mi cerveza. Leo inclina la cabeza y unos mechones rizados de flequillo se le deslizan por la frente. Por si no lo he pensado ya mil veces: es demasiado guapo.
—¿Y qué hay de ti? Tú no pareces un oficinista, ni un coñazo.
—Soy tatuador.
Oh... así que a eso viene tanta tinta. Entendible.
—¿Te los has hecho tú?
Leo se mira los brazos, y yo suelto mi cerveza para acercar mis manos a los tatuajes. Es una excusa obvia para tocarlo, pero él se deja.
—Algunos —Se sube la manga de la camiseta, dejando ver un intrincado diseño de líneas y sombras que sube por su bíceps. Su piel es cálida bajo mis dedos—. Este de aquí fue el primero que me hice. Un desastre.
Es una especie de araña, podría distinguirla pero está sobrepuesta con más tatuajes.
—No está tan mal... Para ser el primero. ¿Has mejorado? Porque llevo un tiempo pensando en hacerme uno.
—¿Ah, sí? —Leo mueve las manos y sus pulgares empiezan a rozarme el brazo mientras mis dedos siguen explorando sus tatuajes.
—Ajá. Un unicornio enorme y colorido, los he visto en Internet —bromeo.
Leo alza las cejas y yo me echo a reír.
Él me cuenta la de clientes que tiene que quieren tatuarse cosas sacadas de internet sin sentido, y yo le enseño mis fotos guardadas de todos los tatuajes que me parecen curiosos. Leo dice que son: "los más típicos del mundo" y nos echamos a reír.
Llevo cuatro cervezas cuando no recuerdo en qué momento hemos pasado de los taburetes de la isla a estar sentados en su sofá. La bestia que tiene como perro se sienta en mis pies y apoya la cabeza en mis rodillas. Casi con miedo me atrevo a tocarlo. Hablamos de todo y de nada: de los tatuajes que él ha hecho, de los clientes a los que atiendo, y hasta de la gente que cree que las palomas son cámaras espía.
Cada risa nos acerca más, y no sé en qué momento mi pierna está casi sobre la suya, o su mano está en mi nuca, jugando con un mechón de mi pelo. Las cervezas están vacías, y el reloj en la pared dice que son las dos de la mañana, pero no quiero que esto termine.
—Tienes muchas cosas que decir —comenta.
Estira suavemente el mechón rubio de mi pelo y ladeo la cabeza hacia él, sonriéndo.
—Sobre todo cuando llevo tantas cervezas encima.
—¿Y si dejamos de hablar?
Su voz es baja, ronca, y vibra directamente en mi pecho.
Antes de poder decir nada, se acerca. Muy lento. Como si me diera espacio para apartarme. Pero no me muevo. Ni un milímetro. Nuestros labios se encuentran. Sabe a risa, a deseo, a tensión acumulada durante días. Mis manos lo buscan por instinto: su cuello, su mandíbula, su nuca. Todo él es firme, sólido, envolvente. Leo me agarra por la cintura y me sienta sobre él sin esfuerzo.
—j***r —murmura, y antes de que pueda pensar en lo que estamos haciendo, Leo me coge en brazos.
Me ahogo en una risa suave mientras me aferro a su cuello. Él se levanta con esa facilidad que tiene, como si no pesara nada, y yo, por puro reflejo, enrosco las piernas alrededor de su cintura. Seguimos besándonos mientras cruza el pasillo hacia su habitación, casi a ciegas, tropezando con un juguete de Koda y riendo entre dientes antes de empujar la puerta con la cadera.