El murmullo constante de la sala de espera me envuelve como un zumbido lejano e insistente, que no logra ahogar el sonido de mis propios pensamientos. Estoy sentada con las piernas cruzadas, una sobre otra, como si la postura pudiera darme algo de control. Mis dedos juegan nerviosos con el borde del bolso sobre mis rodillas. Intento disimularlo e intentó parecer serena. Pero por dentro me estoy muriendo de nervios.
Mi mirada vuelve, una y otra vez, al asiento vacío a mi lado. Ese maldito asiento vacío que grita su ausencia más fuerte que cualquier palabra. Respiro hondo, pero el aire me sabe a polvo y desinfectante. Levanto la vista hacia el elevador, ese rectángulo metálico que se abre y se cierra para otras personas, nunca para él. Han pasado diez minutos. Diez. No es mucho, lo sé. Pero
