La guerra había terminado, pero las cicatrices seguían abiertas. Durante unos días, en aquel palacio apartado donde se refugiaron tras la boda, Altea y Leander vivieron una tregua inesperada, una luna de miel dictada por la política, pero marcada por descubrimientos que ninguno de los dos había previsto.
Afuera, el pueblo observaba con ansias. Tras años de sufrimiento, muchos veían en esa unión la promesa de un futuro distinto, la posibilidad de que la paz no fuera solo un respiro momentáneo, sino un comienzo. Pero la calma nunca dura demasiado. El tiempo de los susurros íntimos había terminado; ahora los esperaba el peso de los tronos, los juicios de las cortes y las miradas hambrientas de un pueblo que necesitaba creer.
El carruaje avanzaba lento entre calles adoquinadas, escoltado po
