El palacio dormía. O al menos fingía hacerlo. Las antorchas del corredor ardían con una calma inquietante, y el sonido de las botas de Leander sobre el mármol parecía el de un hombre caminando hacia su propio destino. No pensaba, no razonaba; simplemente avanzaba, guiado por una urgencia que no era solo deseo, sino algo más profundo, más antiguo. Las palabras de Guillermo seguían resonando en su cabeza como una condena: “No te pido amor, te pido un hijo.” Cada sílaba le quemaba el pecho. No porque no deseara a Altea, sino porque no soportaba la idea de que el mundo la viera como un medio, una obligación, una promesa que debía cumplirse a la fuerza. Se detuvo frente a la puerta de sus aposentos. El guardia apostado en el pasillo bajó la mirada al reconocerlo y se apartó sin decir palab
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