Juliette Moreau
Lucifer, mi jefe más odiado, el hombre que me arrastró hasta aquí sin explicación, que apenas me dirige la palabra, que me trata como si fuera invisible esta noche, ahora mismo está con una mujer.
Alta, rubia, perfecta, de esas que parecen sacadas de una portada de revista.
Pero él… él no es el Aston Myers que conozco en la oficina. No es el hombre distante que apenas alza la voz porque los demás mortales ni siquiera deberíamos tener permiso para escuchar su celestial barítono. Aston no está simplemente acostándose con una mujer.
Él la controla. La dirige.
Mi respiración se acelera y el corazón me golpea en los oídos. Debería apartarme, debería darme la vuelta, salir corriendo y fingir que nunca vi nada, pero no lo hago. Mis piernas no responden. Mis ojos tampoco. Y lo peor es que siento un calor que me recorre el cuerpo, un cosquilleo incómodo, traicionero.
La rubia tiene las muñecas atadas al cabecero de la cama con una correa de cuero. Su cuerpo se arquea, temblando debajo de él, mientras su vestido cuelga a medio arrancar. La mano de Aston en su cuello es firme, marca territorio, y la otra se clava en su cintura para mantenerla quieta.
—Mírame. —Su voz es baja, dura, rebosada de autoridad.
No es una súplica, es una orden. Una que ella obedece al instante, con los ojos fijos en los suyos, respirando con dificultad.
—Eso es… buena chica. No te muevas.
Su tono es tan controlado que me eriza la piel. Es como si cada palabra suya estuviera diseñada para dominar, para romper cualquier resistencia. Y ella, completamente sometida, gime como si esa rendición fuera placer puro.
Me siento arder. Un calor húmedo se instala entre mis piernas sin que pueda evitarlo.
—Cuando te digo que abras la boca, lo haces. Cuando te digo que te calles, también. Aquí las reglas son mías, ¿entendido? —Él baja la voz aún más, casi un gruñido.
La mujer asiente desesperada, y él sonríe apenas, satisfecho.
Tengo que apartarme antes de que me vea espiando, pero no puedo. Estoy pegada a la puerta, temblando, mirando una versión de Lucifer que nunca imaginé, oscura, dominante, peligrosa.
Y lo peor es que me excita. Me excita tanto que me odio por ello.
«¿Qué carajos, Juliette? Controla esas malditas hormonas».
Ese no es mi estirado Aston, acaba de encarnar al mismísimo Lucifer que tanto invoco día a día por su culpa. Ese es un hombre que manda con el cuerpo y con la voz. Un hombre al que nadie le dice que no.
Y por un segundo, un solo y maldito segundo, me imagino siendo yo la que obedece.
«No me jodas, lárgate de una vez».
Un gemido de ella me despierta de golpe. Retrocedo de inmediato, casi tropiezo con el carrito del vino en mi estampida hasta la puerta. Salgo del camarote sin hacer ruido, o eso espero, con el pulso desbocado y la garganta seca.
Corro desesperada hasta la habitación que ocupé en la tarde cuando llegamos, cierro la puerta y me apoyo contra ella, intentando recuperar el aire.
—¿Acabo de excitarme viendo a Aston Myers con otra mujer? —Sacudo la cabeza—. No. Imposible. Es el vino. El cansancio. La rabia acumulada. Cualquier cosa menos eso.
No sueno convencida, pero eso no importa. Repítelo hasta que sea real.
Abro la botella que escondí y me sirvo una copa. Necesito olvidar la imagen que tengo grabada en la mente.
No funciona.
Apuro el vino y voy directo al baño.
—Una ducha fría necesitas, caray. Ni el diablo es tan puerco como tú, Juliette —rezongo, mientras me desnudo rápido y me meto bajo la ducha, con el agua fría golpeándome los hombros.
Chillo. Esta temperatura es más de lo que puedo soportar. Froto mi piel como si pudiera arrancar esa imagen de mi cabeza, pero sigue ahí.
Su voz, su mano en el cuello de esa mujer, el modo en que ella obedecía como si no existiera nada más.
Y si voy más profundo en mi recién adquirida obsesión, en mis cálculos, esa mujer llevaba horas en esa cama, atada y esperando por él. No la vi llegar, y no creo que él haya tenido tiempo ni de amarrarle una mano antes de que yo llegara con el vino.
«Ay, madre mía. Esto es demasiado».
Salgo envuelta en la bata de baño y me sirvo otra copa de vino. La bebo de un trago, después otra. El calor no desaparece, solo se intensifica. Y me odio por eso.
Me dejo caer en la cama. Podría pensar que el calor que siento en el cuerpo es el vapor de la ducha que me calienta la piel, pero no es por eso que estoy así, me bañé con jodida agua fría. Lo que pasa es que no importa cuánto lo intente, no puedo sacar de mi cabeza lo que vi.
Y estoy caliente, maldición.
Esa mujer rendida a él, obediente, como si no existiera otra opción más que complacerlo.
Cierro los ojos y me sorprendo a mí misma repasando cada detalle. Me estoy rindiendo y eso me provoca un puchero, pero no detiene mis intenciones.
«No debería. Dios, no debería».
Pero ya mi mano se escurre bajo la bata, buscando alivio a ese calor que no cede. Apenas me rozo y ya estoy temblando. La humedad que siento es tan extraña, tan humillante, que un gemido se me escapa, bajo y ahogado. Frustrado y excitado a partes iguales.
Estoy comenzando a entender que no voy a poder detenerme cuando un sonido seco se escucha en la puerta. Me congelo. El corazón me palpita en la garganta, también en las sienes.
—j***r, quién coño es…
La puerta se abre y ahogo un chillido. Mi mano sale disparada de debajo de la bata en cuanto lo veo entrar a la habitación como si fuera la suya. Sus pasos son seguros, su mirada clavada en mí. Estoy desnuda debajo de la felpa que me cubre a duras penas, estaba tocándome pensando en lo que acabo de ver y lo que veo en sus ojos me dice que sabe perfectamente todo eso.
«Maldito Lucifer».
Abro la boca para preguntarle qué hace aquí, pero sus ojos se detienen en la botella abierta sobre la mesa.
—Veo que encontró la forma de entretenerse. —No lo dice en tono de reproche. Lo hace con esa neutralidad que me desconcierta más que un grito.