—Toma asiento hija—me pidió al ingresar a su despacho. Todo seguía igual, debía concederle eso a mi padre. Las paredes siempre correctamente pintadas de color manteca, con los muebles de algarrobo, la vieja alfombra verde menta, que ocupaba la mayoría del espacio, pero no dejaba de convertir este sitio en un lugar acogedor. Y luego estaba mi lugar favorito, la biblioteca del señor Alan Farguson, tenía tantos libros, que solía encerrarme y perderme en cada línea de esas benditas páginas. Cada historia me transportaba a un mundo completamente fantástico, donde la mayoría de las veces el amor era quien vencía al final. Quizás aferrarme a estas historias me nublo la vista y no veía la realidad. Los hombres en este mundo no eran tan amorosos, fieles y perfectos, en la realidad se cansaba