—¿Señorita Aria? ¿Quiere que la ayude? —pregunta Susana desde el otro lado de la puerta, su voz es suave y maternal. Aria no responde de inmediato. Está en el baño, inmóvil frente al espejo. La luz blanca del plafón resalta cada trazo de su cuerpo, como si la estuviera viendo por primera vez. Está desnuda, con la piel ligeramente húmeda por la ducha reciente, y no puede apartar los ojos de la marca lilácea que decora su abdomen, apenas a la izquierda superior del ombligo. —No, estoy bien. Ya salgo —responde. —Estaré afuera. Si necesita algo, me puede gritar. Aria pasa los dedos sobre la marca, casi con reverencia. No duele, pero una corriente le recorre la columna cada vez que la toca, como una chispa contenida que la atraviesa y la deja sin aire. Es una sensación nueva, incómoda y adi

