01

1483 Words
Camila No sé de dónde sacó que mi nombre es Angeles. Debo admitir que me divierte un poco su seguridad, pero a la vez me molesta demasiado el que sea tan creído. ¿Se piensa que esa personalidad es atrayente? Ja, ni en sueños. Al menos a mí me gustan los hombres sencillos, humildes, que saben que son buenos, pero que no lo van gritando a los mil vientos para tener buena fama; que son reservados y algo introvertidos. Por otro lado, creo que tiene una linda sonrisa, pero no lo suficiente como para derretir mi corazón. Por el contrario, considero que su sonrisa es arrogante, falsa y sin un ápice de sentimiento... ¿Y por qué estoy dedicando minutos de mi tiempo pensando en su maldita sonrisa? Sacudo la cabeza y presto atención al camino. Con lo distraída que soy, lo más probable es que me pase de parada y lo que más quiero es llegar a mi casa para poder darme una buena ducha caliente. Para mi sorpresa, me doy cuenta de que esta es mi parada, por lo que me levanto con velocidad del asiento y toco el timbre, provocando que el chofer clave los frenos de golpe y la gente se sostenga para no caerse o chocar su cabeza con el asiento de adelante. Hago una mueca de disculpas y bajo del colectivo lo más rápido que puedo. Camino las dos cuadras que separan mi casa de la parada, respirando el aire fresco de agosto, pero al llegar, mi alegría se borra por completo. ¿Qué hace él acá? Está sentado en la escalera de la entrada, mirando hacia todos lados y mordiéndose las uñas. Ruedo los ojos, respiro hondo y me lleno de valor para poder pasar por sobre él, cosa que me es imposible ya que se pone de pie de inmediato y me agarra con sus fuertes brazos. —Ya te dije que no quiero saber nada de vos —mascullo con los dientes apretados—. Ya no te necesito. —Pero yo sí —susurra—. Por favor, una oportunidad más. —¿Una oportunidad más de cuántas? —interrogo con tono cansado. Me suelto de su agarre y me froto los ojos sin poder creer en lo que está pasando—. No, Jonathan. Cinco oportunidades te di y no supiste aprovecharlas. ¡Cinco! ¿No te parece que es demasiado? —Cami... —¡Nada de Cami! —lo interrumpo—. Ya no quiero sufrir más, me cansé y, además, ya no siento nada más por vos. Superé lo que teníamos y estoy segura de que no te necesito más... y ella tampoco. Su expresión de esperanzado se transforma en una cargada de frustración. —¿Puedo verla? —cuestiona mirándome a los ojos. Suelto una carcajada sarcástica y niego con la cabeza. —Definitivamente no. Tenés tus días de visitas y no venís cuando corresponde. Así que no, siempre la ilusionas, le decís que vas a jugar con ella, que van a pasear, ¡y la dejas plantada! Yo soy la que la ve sufrir y verla así me rompe el corazón y me hace odiarte aún más. —Perdón... —Intenta acercarse a mí, pero doy un paso atrás—. Por fa... —¡Por favor te pido yo! —exclamo furiosa—. No quiero verte más. Si querés ver a tu hija, vení los días que el juez te dictó, sino ni aparezcas —agrego con tono exigente. Comienzo a buscar la llave de casa en mi bolso mientras él me sigue hablando, pero hago oídos sordos. —¿Me prestás platas? —escucho que cuestiona de repente, sin ningún rastro de vergüenza en su voz. Dejo mi búsqueda para mirarlo con mi peor cara de frialdad y asco. —¿Es en serio? —pregunto atónita—. No le traes plata a tu nena, sabés que yo trabajo todos los días para darle lo mejor, lo que vos no le das, ¡y encima me pedís! ¿Te volviste loco? ¡No tenés vergüenza! Como no responde, chasqueo la lengua y continúo buscando la llave. Ni bien la encuentro, la meto en la cerradura y entro a casa en un segundo, cerrándole la puerta en la cara a mi estúpido ex. No puedo creer que haya formado una familia con este ser tan inmundo. Bufo con resignación mientras dejo mis pertenencias sobre una mesa. —¿Seguía afuera? —interroga mi hermano, apareciendo de repente, secando sus manos con una servilleta de papel. Asiento con la cabeza—. Hace como tres horas que está ahí, ¿qué te dijo? —Lo mismo de siempre —replico acompañándolo a la cocina—. Y, para colmo, me pidió plata. Apenas tengo para ayudarlos a ustedes con la casa y comprarle cosas a Dai... —Me apoyo sobre la mesada y sus ojos negros me miran con preocupación—. ¡No pienso darle un peso, ni en sueños! —Ni se te ocurra dar el brazo a torcer... te conozco, Cami, cuando sentís lástima por las personas... —comenta volviendo a la olla, de la cual sale un olor espectacular a carne. Agradezco mentalmente tener un hermano chef. —Jonathan no me da lástima, me da asco —le digo—. No quiero hablar más sobre esto, ¿dónde está mi princesa? —Está arriba, jugando con sus muñecas. Estaba jugando con Darío, pero él se quedó dormido. —Perfecto —replico. Subo corriendo las escaleras, preparándome para sus anécdotas, chistes y abrazos, pero al llegar a su habitación no hay nadie. Sus muñecas están esparcidas por el suelo, excepto su favorita, que no está por ningún lado. Frunzo el ceño y pienso en que debe estar jugando a las escondidas, pero al notar la ventana abierta comienzo a sospechar. Ella nunca tiene la ventana abierta y mucho menos en invierno. Mi corazón late a mil por hora y la empiezo a buscar con desesperación. —¿Qué pasa? —me pregunta mi hermano persiguiéndome por toda la casa. —¡Dai no está por ningún lado y la ventana de su cuarto estaba abierta! —chillo histérica. Siento cómo mi cuerpo tiembla y se me escapa un sollozo—. ¿Si se la llevó Jonathan? ¿Qué hago? ¡Decíme que hago, Marco! —Primero que nada, te tranquilizas. Dai es muy juguetona, seguramente está escondida en un buen lugar. Es imposible que ese marmota se la haya llevado, ¿cómo haría para trepar hacia la ventana? Probablemente se abrió por el viento. Vamos a buscarla. —Le traje un chocolate de la cafetería —susurro—. A ella le encantan, probablemente la haga salir del escondite si le digo. Él asiente y avisa que va a decirle a Solange, su mujer, que Daiana se escondió. Busco en el bolso la golosina y comienzo a llamarla. —¡Hija, te traje un chocolate! De esos que te gustan, rellenos de dulce de leche... —digo en voz alta. Así estoy por cinco minutos, hasta que mi hermano vuelve corriendo, con una sonrisa de oreja a oreja y sus rulos saltan como resortes. Arqueo las cejas. —¡La encontramos! Está durmiendo con su primo, no te preocupes. Siento cómo me vuelve el alma al cuerpo y me permito respirar profundo con alivio. Abrazo a Marco y él me devuelve el gesto con fuerza. —Casi me muero, pensé en lo peor. —Tranquila, ya está, no le pasó nada ni le va a pasar porque estamos para protegerla. No te preocupes, hermanita... y ahora tengo que volver a la cocina o se me va a quemar la comida. Esbozo una media sonrisa en modo de agradecimiento y lo dejo ir. Aprovecho para ir a ver a mi hija, a la cual tapo para que no pase frío. Ella ya tiene ocho años y, si bien es lo mejor que me pasó en la vida, lamento haberle elegido un padre tan malo. Me siento culpable por haber permitido que desde un principio llene nuestra relación de mentiras y engaños y a la vez me siento estúpida por haberlo perdonado tantas veces, pero jamás voy a estar arrepentida de haber sido mamá a los diecinueve, aunque haya perdido mi carrera y haya tenido que esforzarme el doble en conseguir lo que quise. Ella es mi familia y es lo que más amo, aunque también tengo que admitirlo, a veces me gustaría encontrar a alguien con quien compartir este sentimiento, pero mis heridas no me lo permiten. Pienso en que todos los hombres son iguales y eso me hace pensar en que sigo bien así, sola, con el apoyo de la gente que amo realmente como lo es mi hija y mi hermano. Y creo que jamás cambiaré mi forma de pensar.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD