CAPÍTULO 5.

2078 Words
Después de varias horas seguidas en el hospital necesito un momento alejada del ritmo constante de alarmas, pasos, puertas automáticas y voces que llaman mi nombre. El constante entrar y salir de las enfermeras, el sonido de los carros de medicación y los monitores que parpadean como si fueran luciérnagas obstinadas. Me apoyo unos segundos en el marco de la puerta del área común, ese pequeño espacio donde los médicos de guardia intentamos recordar que somos humanos entre una urgencia y otra. El olor a café recalentado y desinfectante me da la bienvenida. En la mesa hay tazas medio vacías, papeles arrugados, restos de galletas y una televisión colgada en la pared. La pantalla brilla en el fondo del cuarto con el noticiero deportivo de la mañana. Apenas levanto la vista y el nombre que aparece en la franja inferior me provoca una mueca: Eric Evans. Resoplo, abro el refrigerador y saco una botella de agua fría, deseando que la sensación helada en la palma me devuelva a la realidad. Pero mis ojos se quedan atrapados, casi sin permiso, en las imágenes del televisor. El comentarista, entusiasmado, habla del regreso perfecto de Eric Evans en el juego de anoche. Las imágenes cambian a cámara lenta: el estadio vibrante, las luces blancas cayendo sobre el diamante, y Eric —mi insoportable paciente de hace un par de semanas— haciendo contacto con la bola. El bate suena con esa precisión seca que los comentaristas siempre exaltan como “magia pura”. La pelota se eleva, desaparece en la distancia, y el público ruge. Tres carreras impulsadas. La narración se llena de adjetivos: espectacular, limpio e imparable. Yo solo lo veo recorrer las bases con un ligero trote, la sonrisa amplia y arrogante como siempre. Ese tipo de satisfacción que no necesita palabras, que se explica sola con un gesto de triunfo. Por un segundo, reconozco lo que tantos ven en él: la confianza de quien sabe que nació para ganar. Y entonces me odio un poco por comprenderlo. Entonces el comentarista da su opinión. —Después de varios días fuera por una contusión, Evans regresa con fuerza, demostrando que sigue siendo el corazón ofensivo de Tampa Bay. Sí, claro, el corazón ofensivo. «Y la cabeza más dura del país», pienso con ironía. El agua sabe amarga en mi boca. Lo observo en la pantalla y recuerdo su voz, su tono cargado de fastidio y la forma en que me miraba como si mi presencia fuera una molestia más que una ayuda. Y también recuerdo, sin quererlo, el momento en que lo vi perder el equilibrio en la habitación, cuando trató de levantarse antes de tiempo y terminé sosteniéndolo para que no cayera. El calor de su piel, el olor leve a jabón mezclado con sudor y esa mirada que por un instante no fue soberbia, sino humana. Resoplo y me apresuro a apartar la imagen. —¿No te alegra ver a uno de tus pacientes completamente recuperado? —pregunta una voz a mis espaldas. Me giro y veo a Samuel, uno de los residentes de traumatología, con su taza de café humeante y una sonrisa burlona. —Siento la misma satisfacción que con cualquier otro paciente —respondo en tono seco. —Seguro —replica, riendo—. Pero no todos tus pacientes son estrellas de las grandes ligas. No contesto. Solo me encamino hacia la puerta con mi botella de agua. No tengo energía para soportar bromas, ni mucho menos para explicar que no me importa si es una estrella o un repartidor de periódicos; para mí un cráneo sigue siendo un cráneo. Salgo del área común y el ruido del hospital me envuelve de nuevo, ese rumor de pasos, voces y respiraciones que nunca cesa. Durante la siguiente hora hago mi ronda habitual. Saludo a las enfermeras, reviso signos, firmo órdenes, ajusto tratamientos. Me pierdo en la rutina como si fuera un refugio. Pero algo es distinto. Hay un murmullo extraño entre el personal, una expectación que se siente en el aire. Cuando paso frente al mostrador del área de emergencia, noto a varias enfermeras asomadas a la puerta, hablando entre sí con sonrisas nerviosas. —¿Qué pasa? —pregunto a Camila, una compañera de pediatría que está de turno. Ella me mira con los ojos brillantes. —Parte del equipo de los Rays está llegando al hospital. Van a visitar el área de pediatría —dice casi en un susurro emocionado. Parpadeo, sin entender del todo. —¿Hablas en serio? —Totalmente. Lo están organizando en el piso de arriba. Parece que vinieron algunos jugadores con la fundación del equipo, para los niños del ala oncológica y la UCI pediátrica. Un nudo tenso me sube por el estómago. Me cruzo de brazos, respiro profundo. —Perfecto. Justo lo que nos faltaba —murmuro. Y como si el universo tuviera un extraño sentido del humor, en ese instante aparece el doctor Jackson, mi jefe, con su habitual paso firme y esa sonrisa que anuncia problemas disfrazados de oportunidades. —Caruso —dice, deteniéndose frente a mí—, me dijeron que ya terminaste tus rondas. —Casi, doctor. Estaba revisando los informes de la unidad tres. —Déjalos a tus internos. Necesito que subas al área de pediatría junto a otros de tus compañeros que ya han sido informados. Lo miro con incredulidad. —¿Perdón? —Hoy se desarrollará una actividad especial con el equipo de béisbol. Van a interactuar con los niños, y quiero que estés allí. Cruzo los brazos con más fuerza de lo que quiero. —Doctor, tengo pacientes que... —Lo sé, lo sé —me interrumpe con ese tono paternalista que tanto detesto—. Pero puedes delegar. La actividad necesita supervisión médica directa y tú eres una de nuestras mejores residentes. —Con todo respeto, Jackson, no creo que sea necesario mi apoyo allí. —Sí lo es. Además —añade con un deje de satisfacción—, si la prensa está presente, nos conviene tener a alguien competente. He seleccionado a los mejores para que representen bien al hospital, y tú eres una de ellos, Caruso. Contengo el impulso de rodar los ojos. —Entiendo. —Perfecto. En quince minutos en el ala pediátrica —dice antes de girarse y marcharse sin esperar más objeciones. Suspiro. No es como si tuviera opción. Mientras subo por el ascensor, siento esa mezcla de cansancio y resignación que se me ha vuelto habitual. Podría estar en casa durmiendo, o al menos revisando los casos pendientes, pero en cambio voy camino a sonreír ante los demás por una causa noble, sí, pero mediática. Y lo peor es que presiento quién estará allí. El pasillo de pediatría está decorado con globos y cintas de colores. El olor a desinfectante se mezcla con el de galletas recién horneadas —probablemente cortesía del voluntariado— y el sonido de algunas risas infantiles se filtra desde el área de juegos. Las enfermeras corren de un lado a otro, organizando sillas, colocando carteles, asegurándose de que todo se vea perfecto. Me acerco al mostrador y encuentro a Marina, una de las enfermeras más veteranas, que me saluda con entusiasmo. —Doctora Caruso, qué bueno que está aquí. ¡Esto es una locura! Los niños están felices. —Imagino —digo con una media sonrisa mientras ella tiende una lista a algunos compañeros y a mí con los pacientes críticos que no deben ser molestados. —Y esperen a ver quién llegó. —Marina sonríe con picardía. —Déjame adivinar —respondo sin mirarla—. Eric Evans. —Exacto. ¡En persona! —exclama ella, como si hablara de una aparición divina—. Es más guapo en vivo. Pero eso lo sabes porque fue tu paciente. Respiro hondo. —Así es —murmuro intentado no sonar exasperada. Marina suelta una risita. —No la culpo si le dejó marcada la vista. Dicen que es encantador. Encantador. La palabra me provoca una risa interna amarga. Si tan solo supieran. El bullicio crece cuando el grupo de jugadores entra. Por supuesto, seguidos del flash de las cámaras iluminan el pasillo, y son guiados al espacio donde los pequeños están esperando. Segundos después se escucha a los niños que aplauden y gritan emocionados. El ambiente es tan diferente del ritmo habitual del hospital que por un instante parece que estuviéramos en otro lugar, uno donde las enfermedades se olvidan. Nos acercamos como apoyo ya que han traído consigo una serie de carritos llenos de juguetes. Desde donde estoy, veo a Eric entre ellos. Jeans, camiseta blanca, gorra azul. Se mueve con soltura, con esa seguridad que lo caracteriza, saludando a cada niño, firmando pelotas, inclinándose para hablar con los más pequeños. No hay rastro del paciente malhumorado que tuve en mi sala hace un par de semanas. Solo el deportista carismático que todos admiran. No puedo evitar observarlo. Su sonrisa fácil, el brillo en sus ojos, la forma en que bromea con un niño que le muestra un dibujo suyo. Y por un instante me descubro respirando más despacio, sorprendida por el contraste. ¿Cómo puede alguien ser tan distinto fuera del hospital? Jackson, mi jefe. Se me acerca por detrás y me da un leve codazo. —¿Ves? —susurra—. Por eso necesitábamos a alguien que mantenga la compostura aquí. No todos los días tenemos a un hombre que vale millones caminando por nuestros pasillos. —Qué honor —respondo con sarcasmo. —No seas gruñona, Caruso. Disfruta el momento. No le contesto. Prefiero mantener la mirada fija en los niños, en las enfermeras que sonríen, en cualquier cosa menos en él. Pero entonces Eric levanta la vista, como si hubiera sentido mi mirada. Nuestros ojos se cruzan por un segundo. Su expresión cambia apenas, una sombra de sorpresa cruza su rostro. Luego, una sonrisa. No de las grandes y falsas que reparte a su alrededor, sino una más pequeña, casi privada. Como si dijera: así que aquí estás. Mi estómago se contrae de manera inesperada. No sé si por molestia o por otra cosa que prefiero no analizar. Me giro de inmediato, fingiendo estar ocupada con los papeles que llevo. No vine aquí para ser parte de su espectáculo. Durante la siguiente hora, me mantengo al margen, observando que los niños no se agiten demasiado, que los médicos asignados estén cerca por si alguno se cansa. Eric y el resto del equipo reparten camisetas, pelotas, juguetes y risas de pequeños y grandes. Los reporteros anotan cada gesto, cada palabra. Todo parece cuidadosamente planeado para la foto perfecta y eso me enoja. Aun así, hay un momento —uno pequeño— que se queda conmigo. Una niña del ala oncológica, de unos siete años, se acerca temblando, sosteniendo una gorra firmada por varios jugadores. Eric se agacha para quedar a su altura, le acomoda el gorrito de hospital y le pregunta cómo se llama. La niña responde apenas en un susurro. Él sonríe, toma su mano y le dice algo que no alcanzo a oír. Ella ríe, suave, con esa risa que suena a vida, y por un instante el gesto en el rostro de Eric es tan sincero que debo darme la vuelta y desviar la mirada. Y entonces, justo cuando pienso que puedo desaparecer sin más, escucho su voz detrás de mí. —Doctora Caruso. Me giro lentamente. Ahí está, con una pelota en la mano y esa expresión socarrona que recuerdo demasiado bien. —Evans —digo con una calma que no siento. —No esperaba verte aquí —dice él, dándole una vuelta a la pelota entre los dedos—. ¿Supervisando o huyendo de mí? —Trabajando, como siempre. —Claro. Trabajando. —Su sonrisa se ensancha un poco—. Ya sabes, pensé agradecerte por no dejarme salir del hospital cuando quise. —Vaya, gracias. Pero no lo hice por ti. Lo hice por tu cerebro —respondo sin pensarlo. Él se ríe, una risa profunda y sincera. —Entonces gracias, supongo. Parece que funciona bastante bien. —Depende del punto de vista —digo antes de girarme para irme. Lo dejo atrás, pero siento su mirada siguiéndome mientras me alejo hacia el otro lado de la sala; sin embargo, mi mirada termina desviándose para encontrarlo con los ojos sobre mi sin dejar a un lado esa sonrisa arrogante.
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