CAPÍTULO 3.

3049 Words
POV ERIC El reloj de la pared parecía burlarse de mí con su movimiento constante, cada segundo retumbando como un golpe seco dentro de mi cabeza. El hospital tiene ese tipo de silencio que no es silencio en absoluto: el zumbido de los monitores, el chirrido de las ruedas de alguna camilla que pasa por el pasillo, el murmullo apagado de enfermeras que hablan en voz baja creyendo que nadie las oye. Pero yo lo escucho todo. Todo. Y me carcome los nervios. Odio los hospitales. Odio el olor al desinfectante, el brillo artificial de las luces que nunca se apagan, y, sobre todo, odio estar aquí. Inmóvil, vigilado y dependiente. No soy de los que se quedan quietos esperando que el cuerpo se recupere solo. Yo actúo. Juego. Corro. Me lanzo de cabeza si hace falta. Pero ahora estoy aquí, en esta cama blanca, con un suero conectado al brazo y una bata ridícula que apenas cubre la dignidad de un hombre. Y para colmo, bajo el cuidado de ella. La doctora amargada y la reina del hielo. Rose Caruso. Nunca había visto a alguien con una mirada tan fría y al mismo tiempo tan irritantemente concentrada. Ni una palabra de más, ni una sonrisa, ni un gesto que no sea clínicamente preciso. Me trató como si fuera un caso más, una tarea más en su lista de pendientes, y no como el hombre que, hasta hace unas horas, tenía a un estadio entero coreando su nombre. Y claro, justo ella tuvo que ser quien me viera casi caer desmayado frente a todos. Perfecto. «La cereza sobre el pastel de mi vergüenza pública». Resoplo con fuerza, el aire saliendo por mi nariz como si fuera un toro a punto de embestir. Desde el sofá, siento la mirada de mi madre. Olivia Evans. La mujer que podría hacer callar a una sala llena de ejecutivos con solo alzar una ceja, y al mismo tiempo, acariciar con ternura el alma más rota. Está sentada con las piernas cruzadas, su móvil en una mano, pero sus ojos fijos en mí. Me conoce demasiado bien. —Eric, deja de bufar como un toro malhumorado —dice sin levantar mucho la voz, pero con esa entonación que usaba cuando yo era niño y rompía una ventana con la pelota—. Deberías estar agradecido de que solo tendrás que quedarte fuera unos días. —Unos días —repito con sarcasmo, girando la cabeza hacia ella—. Mamá, unos días son suficientes para que mi average se vaya a la mierda. Ella me mira por encima del teléfono, con ese gesto de severidad tranquila que la caracteriza. —Cuida tu lenguaje, Eric Evans —dice despacio, como si pronunciara cada palabra para que me quede grabada en la mente—. Y conmigo no se habla así. No puedo evitar sonreír, medio culpable y medio resignado. —Sí, señora —murmuró. Eso la hace suspirar. Guarda el móvil y se inclina un poco hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas. —Arizona ha dado un comunicado oficial, respaldado por la directiva del equipo. No hay nada de qué preocuparse. Dicen que te estás recuperando bien y que volverás pronto al campo. —Ajá —respondo sin mirarla. Miro la ventana, la ciudad más allá de los vidrios. Tampa está despierta, viva, y yo estoy aquí encerrado como un maldito pájaro enjaulado. El cuerpo me duele, sí, pero no es eso lo que me molesta. Es el hecho de estar fuera. De no poder moverme como quiero. De sentir que todos los demás siguen jugando mientras yo estoy atrapado. Mamá sigue hablando, pero su tono baja, más suave, más emocional. —Has tenido suerte esta vez, Eric. Mucha suerte. Podría haber sido peor. Y lo sé. Lo sé desde que desperté con ese pitido en mis oídos y luego al llegar aquí y escuchar la voz de la doctora, ordenando que me quedara quieto. Pero no quiero pensarlo. No quiero darle la razón. Ni a ella, ni a nadie. Antes de poder responder, la puerta se abre. Reconocería ese paso en cualquier lugar. Es firme, pesado y seguro. Papá. Hudson Evans. Leyenda viva del béisbol en Tampa Bay, el hombre que me enseñó lo que significa disciplina, amor al deporte y orgullo por el apellido que llevo entra con su habitual porte, y detrás de él, como un huracán en cámara lenta, aparece mi abuelo Anselmo, el padre de mamá. El viejo aún conserva la espalda recta, los ojos brillantes y una lengua más afilada que cualquier bisturí de quirófano. Papá se acerca y deja su chaqueta sobre una silla antes de mirarme con atención. —¿Cómo te sientes, hijo? —pregunta, aunque en su voz hay más autoridad que preocupación. —Estoy bien —respondo, encogiéndome de hombros—. El abuelo no debería estar aquí, lo sabes. —Antes de que papá diga algo, siento un golpe en la cabeza. No fuerte, pero sí certero. —¡Eh! —protesto, mirando al viejo que me observa con una sonrisa torcida y una revista deportiva enrollada en la mano. —Por favor —dice—, si un golpe te deja fuera de combate otra vez, devuélveme la entrada del próximo juego. —¡Papá! Por el amor de Dios —interviene mamá, poniéndose de pie—, ¡tu nieto tuvo una contusión! El abuelo levanta una mano, restándole importancia. —Bah. Es una cabeza dura. Aguanta eso y más. —Gracias —digo con ironía, sobándome la cabeza—. Justo lo que necesitaba. El voto de confianza del señor “antes los peloteros eran de verdad”. —Luego caigo en algo. — ¿Dónde está Holly? Papá suspira, frotándose la sien. —Holly está en casa preparando la habitación —dice, cambiando de tema con diplomacia. —¿Qué? —pregunto, alzando una ceja—. ¿Por qué? —Porque vas a quedarte en casa unos días —responde él con tono firme. —No, no, no. Yo me voy a mi casa. A la mía —replico, pero ya sé que no servirá de nada. Papá, me mira con esa expresión que usaba cuando yo tenía quince años y llegaba tarde a los entrenamientos. La de “inténtalo y verás”. Esa mirada ha ganado más discusiones de las que puedo contar. —No va a suceder, Eric —dice sin necesidad de subir la voz—. Te quedas en casa. Y punto. —Por Dios… —resoplo, reclinándome en la cama. Mi madre se acerca, me deja un beso en la mejilla y sonríe. —Voy a darme una ducha y cambiarme antes de volver. Te quedas con tu abuelo. Mira al susodicho con una ceja levantada—. Por favor, no le generes otra contusión. El viejo suelta una carcajada ronca. —No soy un crío, Olivia. Además, tú ya pareces Rosa, no dejas que haga nada. —espeta haciendo referencia a su esposa de hace unos años. La mujer tiene la paciencia de un santo, porque el abuelo es todo un personaje. Mamá niega con la cabeza y sale de la habitación con papá detrás de ella. Nos dejan solos. El viejo se deja caer en el sofá frente al televisor y busca el control remoto con la paciencia de un francotirador. —Vamos a ver la repetición de tu jugada, muchacho. Casi me da un infarto anoche —dice encendiendo la pantalla. —No pienso ver eso —protesto. —Claro que sí —replica él—. Es historia. Tu caída pasará a los anales de béisbol de Tampa. —Dice haciendo referencia a los documentos escritos o registros históricos que detallan los eventos, estadísticas y resultados de los partidos de béisbol a lo largo del tiempo Pongo los ojos en blanco, pero no discuto. No con él. Porque, aunque se burle, sé que se preocupó. Su manera de mostrar cariño con su sarcasmo envuelto en afecto. El sonido del televisor llena la habitación, busca el juego de anoche y entonces lo adelanta. Puedo escuchar la narración de los comentaristas, el murmullo del público, el crujir del bate. Y ahí estoy yo, en cámara lenta, agachándome para recibir el roletazo, girando con precisión para tocar la segunda base. Luego, el impacto. El corredor de Cleveland chocando conmigo. El aire escapando de mis pulmones, mi cuerpo cayendo hacia atrás, el golpe seco en la cabeza. Luego el silencio posterior. Veo cómo mi yo en pantalla queda tendido en el suelo. El público conteniendo la respiración, el dugout vaciándose. Y por un instante, mi garganta se cierra. Siento de nuevo el sabor metálico en la boca, la presión en el pecho y el pitido agudo en los oídos. Recuerdo todos los ojos sobre mí, y la voz de mi coach de primera, ordenando con una mezcla de autoridad y calma que no me moviera, Evans. Respire. Todo está bajo control. Odié esa frase. La odié porque, en ese momento, no tenía ningún control. Y eso me aterraba. La pantalla vuelve a la realidad. El comentarista dice algo sobre mi “resiliencia” y sobre cómo “por suerte no fue más grave”. Pero yo apenas lo escucho. Estoy atrapado en la imagen de mi propio cuerpo cayendo al suelo, la cabeza golpeando el polvo del infield. —Tuviste suerte, chico —dice el abuelo, sin apartar los ojos del televisor—. Esa jugada pudo haberte costado la carrera. —Lo sé —respondo en voz baja. Y lo sé. Cada vez que cierro los ojos, revivo el momento. La luz del estadio. El rugido de la multitud. El dolor repentino. Y la mirada de todos, mientras todo a mi alrededor es un caos. Lo que más me fastidia es que ella tenía razón. La doctora amargada. Necesito descansar. Y lo peor, ella lo sabía desde el principio. El sonido de la puerta abriéndose me saca de mis pensamientos, y la primera imagen que tengo al levantar la vista es la de ella. La doctora Caruso. Siempre con ese aire de compostura perfecta, con el paso firme y la mirada que parece atravesarte, evaluarte y, si no te encuentra a la altura, colocarte en el cajón mental de los casos perdidos. Tiene el cabello corto, le cae justo por encima de los hombros, ligeramente ondulado, y por un segundo —solo uno, maldita sea— pienso que le queda bien. No es que lo diga en voz alta, pero hay que admitirlo: la doctora amargada no es fea. Al contrario, tiene esas facciones delicadas, elegantes, como si la vida no hubiera tenido tiempo de maltratarlas. Pero claro, apenas abre la boca, la magia se disipa. —Buenos días —dice, con esa voz que suena tan tranquila que roza lo irritante. Se detiene al final de la cama, sosteniendo una tablet entre las manos, y le lanza una sonrisa educada a mi abuelo, que la mira como si acabara de entrar un ángel al cuarto. El viejo siempre ha tenido debilidad por las mujeres con carácter. Lo sé porque su sonrisa es la misma que usaba cuando coqueteaba con las meseras en los restaurantes o en el parque al que era llevado como carnada, justo antes de que Rosa —su esposa desde hace algunos años— le diera un codazo disimulado para bajarle los humos. Caruso le devuelve la sonrisa, un gesto breve, apenas un destello de amabilidad profesional. Luego sus ojos se posan en mí, y ahí está el cambio. El brillo cálido desaparece y su expresión se vuelve seria, casi quirúrgica. —Evans —dice mi apellido como si pesara—. Esta mañana lo van a llevar a hacer nuevos estudios. Quiero asegurarme de que no haya ningún cambio en la contusión ni en la zona de impacto. Me remuevo en la cama, harto. —Necesito salir de este maldito hospital, doctora —interrumpo, con el tono más cansado que agresivo, aunque la frustración me hierve por dentro. Ella no se inmuta. Ni una ceja levantada, ni un suspiro de molestia. Se acerca un poco más, apoyando el aparato electrónico sobre la baranda de la cama, y empieza a revisarme como si yo fuera un maniquí. Sus dedos son fríos, precisos, apenas rozan mi piel, pero dejan detrás una sensación molesta, como si con cada toque reafirmara que no tengo control sobre nada. —Podrá hacerlo —dice, finalmente, con un tono tan neutral que me da rabia— si los resultados de esos exámenes salen bien. Dentro de la situación, claro. —Esto raya en lo ridículo —replico con una mueca. Ella suelta un suspiro, uno de esos largos, medidos, que no suenan a resignación, sino a paciencia forzada. Luego me fulmina con la mirada. Esos ojos oscuros me clavan al colchón con más eficacia que cualquier sonda o monitor. —Créame, Evans, pienso exactamente lo mismo —responde con una calma glacial—. Pero son órdenes del hospital. Usted no es solo un paciente más, y dado su estatus de deportista profesional, hay protocolos. —Hace una pausa. Luego, con esa sonrisa que no sé si es sarcasmo o crueldad bien disfrazada, agrega: —Felicitaciones, tiene su trato VIP. Mi abuelo suelta una carcajada ahogada, pero yo no. Me quedo mirándola, con esa mezcla de rabia y resignación que me quema por dentro. No me gusta que me traten como si fuera un trofeo con patas, y ella lo sabe. Sabe exactamente qué cuerda tocar para fastidiarme. —¿Quiere hacer algo útil? —continúa—. Hay un piso de pediatría que estaría encantado de verlo. Según he escuchado, los niños no se pierden ninguno de sus partidos. Su tono me atraviesa como una aguja. No es burlón, pero tiene algo de filo, una especie de reto disfrazado de cortesía. Y lo peor es que no sé qué contestar. Mis labios se abren para soltarle cualquier cosa —un sarcasmo, una maldición, una defensa—, pero no sale nada. Ella no espera respuesta. Gira levemente hacia mi abuelo, que no ha perdido detalle de la escena, luego me mira. —En unos minutos vendrán a buscarlo para llevarlo a sus estudios —dice con tono educado. —Permiso. El viejo asiente, con esa sonrisa satisfecha que solo un hombre de su edad y picardía puede sostener. —Cuando quiera, doctora. Y si necesita ayuda con este testarudo, ya sabe a quién llamar. Ella asiente, y por un segundo sus ojos se suavizan, solo un poco, antes de volver a ese brillo distante y calculado. Luego se da la vuelta y sale de la habitación, dejando detrás de sí el leve aroma de jabón y desinfectante, y algo más… Fresa. Resoplo. —¿Qué te parece, abuelo? —pregunto con una mueca—. La doctora Caruso es tan encantadora que me mata. El abuelo apaga la televisión, me mira con los ojos entrecerrados y suelta un bufido divertido. —Muchacho, si yo tuviera tu edad y una doctora así me revisara, no me quejaría tanto. —Sí, claro, tú tampoco estarías atrapado en esta cama. —Tal vez no, pero eso no cambia lo evidente. Esa mujer tiene carácter, y tú no sabes qué hacer con eso. —No necesito saber qué hacer con eso —respondo, girando la cabeza hacia la ventana—. Solo quiero salir de aquí. No le digo que tiene razón, porque estoy acostumbrado a que las mujeres caigan a mis pies con solo mirarlas. Saben quién soy, qué represento y cada una se acerca con un propósito, sexo, aparecer en tabloides o simplemente mujeres que solo salen con deportistas y ninguna de esas me importa porque ambos obtenemos lo que queremos y adiós. Ninguna me ha tratado como lo hace la amargada doctora Caruso. El silencio se instala por un momento, roto solo por el pitido del monitor y el ruido lejano de un carrito pasando por el pasillo. Miro mis manos, los nudillos marcados, las cicatrices pequeñas que se han ido acumulando con los años, cada una recordándome un golpe, una caída, un entrenamiento, una victoria. Mi vida siempre ha sido movimiento, acción y ruido. Este lugar me roba todo eso. Aquí el tiempo no corre, se arrastra. El viejo suspira y dice con voz más suave: —No todos los golpes se curan corriendo al siguiente partido, Eric. —No necesito una lección filosófica, abuelo. —Tal vez no, pero la necesitas más de lo que crees. No le contesto. Porque lo sé. Porque tiene razón, y no quiero dársela. Porque el miedo que sentí anoche cuando todo se volvió n***o sigue ahí, escondido en algún rincón de mi pecho, mezclado con el orgullo y la terquedad. Y reconocerlo sería aceptar que soy humano, que puedo caer, que puedo romperme. Vuelvo a mirar la puerta, la misma que se cerró tras la doctora Caruso, y una parte de mí —la que no puedo controlar— sigue pensando en su mirada. No era solo severa. Había algo más. Una mezcla de exasperación y cuidado. El viejo se levanta con lentitud, toma la revista que trajo consigo y dice antes de entrar al baño. —Trata de no volver loco al personal, hijo. Si sigues bufando así, te van a poner un bozal. —Gracias por la confianza —respondo sin ganas. Cuando cierra la puerta, la habitación queda en silencio otra vez. Miro el techo, los tubos, las luces blancas, y pienso que esta cama me queda demasiado pequeña. Que el mundo allá afuera sigue girando, el campo sigue respirando bajo las luces del estadio, y yo estoy aquí, detenido. La frustración es una herida que no se ve, pero duele igual. Y en medio de todo, su imagen vuelve. La doctora Caruso, con su bata perfectamente planchada, su voz firme, su cabello rebelde cayendo sobre la mejilla. No sé si la odio o si simplemente me desconcierta porque me trata como a cualquiera, sin importar el apellido, el contrato o las cifras que represento. Tal vez por eso me molesta tanto. Porque me hace sentir humano. Y eso, en mi mundo, es casi un insulto.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD