Capítulo 1: "Me despierto en un zoológico". (Parte 1)

1504 Words
Recuperé la consciencia. No me sentía rígida y aturdida como la vez que desperté en la camilla ¿Habría sido un sueño? ¿Qué carajos me había pasado? Me pellizqué, me retorcí el brazo e incluso, jalé algunos mechones de cabello, y descubrí que realmente estaba despierta. Con los pies bien puestos sobre la tierra. Observé mi ropa: aún llevaba el jean, la camisa a cuadros, el pelo castaño claro enmarañado… Sin embargo, tenía un extraño brazalete grueso, dorado, con palabras escritas en otro idioma. Parecía que me lo hubiesen pegado a la muñeca, ya que no había forma de quitármelo. Sentí mucho miedo ¿Sería una cámara oculta? ¿Un localizador? ¿Una especie de GPS? ¿Qué demonios estaba ocurriendo? ¿Tendría que ver con el asunto de la “hija número quinientos”? ¿Aquellos extraños de blanco me habían puesto a prueba? ¿Qué era la Cabina de la Diversión? ¿Por qué habían dicho que se harían millonarios? A pesar de que me sentía increíblemente confundida, me puse de pie y miré a mi alrededor. Esperen ¿Estaba en un zoológico? Se trataba de un lugar enorme, lleno de animales exóticos: gorilas, tigres, pumas, tucanes, osos, delfines, etcétera. Incluso había un acuario. Todas las especies estaban encerradas detrás de enormes barrotes de hierro. Me ponía muy triste ver a tantas criaturas en cautiverio. Había visto un documental, en casa de tío Pedro, junto a papá, sobre lo infelices que eran los delfines sin libertad. Noté que esos animalitos y yo teníamos mucho en común, y tuve que contener las lágrimas. Necesitaba investigar para salir de allí. No entendía qué pasaba, pero necesitaba volver a ver a papá. Empecé a caminar por el sendero. Había mucha gente tomándose fotografías, y disfrutando de los animales (lo cual no me causaba gracia). Decidí acercarme para ver si averiguaba mi paradero, deteniéndome frente a la jaula de los tigres de bengala. Las personas no paraban de tomarles fotografías. Ellos se limitaban a recostarse sobre sus patas delanteras, cabizbajos. Sentí una pena horrible ¡Pobres animales! ¡Tendría que hacer algo por ellos! Miré con atención a las personas: eran delgaditos, esbeltos y de cabello oscuro. Asiáticos. ¿Cómo iba a comunicarme con ellos? ¿Alguno hablaría en español? Necesitaba comunicarme con alguien para buscar respuestas. —Buenas tardes —saludé a una pareja—. Quisiera saber qué sitio es éste, y si ustedes podrían ayudarme… —We don’t speak Spanish —respondió la mujer. No sabía mucho de inglés, pero algo me habían enseñado en el colegio, y había entendido: “No hablamos español”. Me detuve un segundo ¿Cómo podría preguntarles dónde estábamos? —Where… Where are we? —recordé que así se formulaba el interrogante. —In Malaysia. ¿Y en qué parte de Asia quedaba ese lugar? ¡Estaba extremadamente perdida! ¿Cómo haría para regresar a casa? ¿Ellos podrían ayudarme? Sin embargo, la pareja no me dejó hacerle más preguntas. Se marcharon ni bien confesaron que estaban en Malasia. Traté de no desesperarme. Necesitaba pensar racionalmente ¿Cómo podía hacer para volver a casa? ¡No tenía un centavo encima! Entre el calor y mis nervios, empecé a sudar como si hubiese estado entrenando por horas. Como el zoológico era un sitio enorme y lujoso, había muchos cuidadores. Intenté comunicarme con cada uno de ellos ¡Ninguno sabía hablar en español! Parecía una especie de pesadilla hecha realidad. Mientras daba vueltas, buscando a alguien que pudiera comunicarse conmigo, pensaba: ¿Cómo podía ser que estuviera en Asia? ¿Qué día sería? ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Con qué intenciones estarían utilizándome? ¿Qué querrían de mí? ¿Para qué serviría el brazalete? ¿A qué se referían con lo de “la hija número quinientos”? Sentía tanta rabia y miedo al estar allí, que pronto estallaría. Me senté en un banco y apoyé mi cabeza sobre ambas manos, frotándome las sienes. Pensá, Abril. Pensá. —Mierda, mierda ¡Mierda! —sollocé. Estaba perdida en un puto zoológico. No sabía dónde se hallaba la salida y mucho menos cómo volver a mi país. Tampoco podía quitarme esa estúpida pulsera dorada. —¿Por qué decís eso? —inquirió una voz mecánica. Di un respingo. Volteé, y era una mujer asiática. Tenía el cabello negro largo hasta la cintura y el uniforme de guardaparques. Apreté los labios, sin saber bien qué responder. —No te preocupes, jovencita —apoyó su pequeña mano sobre mi hombro, provocándome escalofríos—. Sé dónde podés hallar una respuesta. —¿De verdad? —se me llenaron los ojos de lágrimas—. Muchas gracias por su ayuda. Estoy perdida y… —Tranquila —me interrumpió—. Mi nombre es Ika, y voy a ser tu guía. Asentí. Necesitaba encontrar un modo de escapar de ese lugar. No sentí miedo cuando la mujer me tomó del brazo izquierdo, en el cual tenía el brazalete, y me arrastró hacia una especie de “sector para empleados”. Había una enorme puerta gris, que soltaba una especie de destello plateado. Me pregunté cómo era eso posible. —Entrá. Allí conocerás tu deber. Tragué saliva ¿Y si estaba cayendo en una trampa? Luego pensé: ¿Acaso tenía alternativa? Tomé coraje, y giré la perilla. Detrás de la puerta, estaba el mismo acuario que había visto antes, pero se hallaba vacío, lo cual me pareció sumamente sospechoso. Seguí caminando por un pasillo iluminado con faroles blancos. A estos tipos les encanta el color blanco. El silencio que había en aquel lugar era aterrador. Andaba con desconfianza, sintiéndome completamente confundida. No quería volver a encontrarme con aquellos sujetos que parecían astronautas. En ese momento, escuché un splash. Había pisado un charco de agua. Busqué su origen, y descubrí que provenía de una enorme pecera, (gigantesca en realidad), que se estaba resquebrajando. ¿Qué mierda estaba pasando? Mi corazón latía con violencia. De repente, unas palabras hologramáticas de color plata resplandecieron en el aire: CABINA DE LA DIVERSIÓN: NIVEL UNO. Sálvate si puedes. Solté un grito de terror justo al mismo tiempo que las peceras estallaron. A pesar del susto, mis reflejos reaccionaron ante la explosión, y me tiré al suelo para protegerme. Las astillas de cristal apenas rozaron mi espalda, pero pronto noté que el acuario se había llenado de agua: estaba completamente inundado. Si no encontraba pronto una salida, moriría ahogada. El líquido me llegaba hasta el cuello. Di brazadas, tratando de esquivar los restos de vidrio hechos pedazos, pero pude sentir cómo algunos de ellos se clavaban en mi piel. Quería llorar, pero el terror y la adrenalina no me permitían preocuparme por el dolor: debía salir de allí. Llegué a la salida, pero el agua la había sellado con presión. —¡AYUDA! —grité, y golpeé la puerta con desesperación, hasta que mis puños sangraron. Lo único que logré fue perder tiempo. Empecé a llorar ¿Qué podía hacer para salvarme? ¡No quería morir! El agua me estaba llegando a la altura de la nariz, y pronto, alcanzaría el techo. Debía sobrevivir. Miré vagamente mi alrededor: no había más que unos enormes ventanales a un par de metros sobre mí. Pensá rápido, Abril. El agua ya me había superado la cabeza, y no me quedó más remedio que sumergirme, y buscar una salida por allí. De pronto, tuve una idea. Me sumergí, para buscar algo que pudiera servirme para romper una ventana. El fondo se encontraba oscuro, y casi no podía distinguir absolutamente nada. Además, no podía abrir los ojos con confianza para no lastimarme con los vidrios. Toqué el piso de mosaico, con la esperanza de que apareciera un pasadizo secreto, pero eso no sucedió. No estaba en una película de ciencia ficción norteamericana, por el amor de Dios. Me vi obligada a subir para tomar aire, y bajar nuevamente hacia el fondo. De pronto, me lastimé el brazo izquierdo con un enorme pedazo de vidrio. La sangre se mezcló con el agua salada. Mierda. A pesar del dolor, no dudé en tomar el cristal para utilizarlo a mi favor. Lo arrastré hacia la superficie del agua, y miré los ventanales. No tenían rejas. Si tenía buena puntería, podría lograrlo. Oí más estallidos de cristales que me hicieron estremecer. Tomé fuerza, y agarré el pedazo de pecera rota con mis manos, y lo lancé contra la ventana. La misma estalló. Me metí debajo del agua, para no herirme con los vidrios rotos, y al cabo de unos instantes, volví a la superficie. El líquido estaba saliendo a toda velocidad por la ventana. Había llegado el momento. Me apresuré a treparme de los bordes de la ventana rota ¡Me lastimé las manos! —¡La puta madre que lo parió! —aullé. Aunque me había salvado de morir ahogada, no podía nadar en el acuario para siempre. Debía salir. Entonces salté, sin tomarme el tiempo de mirar hacia abajo.
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