CAPÍTULO TRECE Justo cuando creo que estamos avanzando, aunque la ausencia de señales de humanos me preocupa, nos encontramos con un grupo desordenado de enormes rocas, redondas y resbaladizas tapadas con algas en los lugares donde tocan el agua. La vista me pone nerviosa. Están tan juntas y apiladas que me es difícil ver más allá de ellas. Lentamente y con los músculos temblorosos por el hambre y la sed, escalamos las rocas una a una. Ambas jadeamos por el esfuerzo y el calor. Intento tragar, pero tengo la garganta seca y rasposa. Decido que, si llegamos al otro lado, beberé agua del lago, sin importar el peaje que tenga que pagar a medianoche. Finalmente, POR FIN, subimos lo suficientemente cerca de la cima como para poder ver lo que hay al otro lado. —¡Ay, no! — —¡Nooo! —se queja Je