Con Rafael todo seguía muy normal, como antes del viaje a la Gran Manzana.
En Roma salíamos poco y nada al cine o a algún Parque en las afueras. Generalmente cuando más salíamos era por trabajo o para quedarnos en su casa o en la mía, donde pasábamos mucho tiempo cocinando y mirando películas.
El caso era que cada vez sentía que nos acercábamos más y que, sin dudas, confiaba más en él y, por lo tanto, me sentía menos confusa e incómoda cuando lo veía ingresar a la oficina de mi jefe para rendirle cuentas de los pasos que había dado en el día.
Pero con el correr de los días, aquella comparecencia tanto matinal como vespertina generaba menos cosas negativas en mí. Si bien no tenía certeza alguna de que no le estuviera contando detalles de mi vida, quería pensar que realmente no lo hacía.
