El sol brilla con fuerza sobre nuestras cabezas mientras Alejandro y yo nos preparamos para el encuentro con sus padres. La brisa del mar es agradable, pero no lo suficiente como para calmar mi creciente ansiedad.
—¿Segura de que estás lista para esto? —pregunta Alejandro, con esa sonrisa confiada que tanto me irrita.
Me miro de arriba abajo, ajustando los tirantes de mi vestido floreado. Mi estómago se retuerce.
—Lista no es la palabra que usaría —murmuro—. Creo que en cualquier momento voy a vomitar.
Él suelta una breve carcajada y me observa con diversión.
—No me hagas eso. Lo último que necesito es que mi “esposa” vomite en la entrada de la casa de mis padres. No sería una gran primera impresión.
Le lanzo una mirada asesina.
—Qué tierno, realmente te preocupas por mí.
—Solo por tu capacidad de actuar —replica con fingida inocencia—. Pero en serio, tranquila. Mis padres son buena gente. Un poco intensos, sí, pero no muerden.
Resoplo.
—Eso dices tú. ¿Cuántas veces has llevado a una novia a conocerlos?
El silencio de Alejandro es tan evidente que lo miro de inmediato. Su expresión lo delata.
—¡¿Nunca has llevado a nadie?!
—No con esta intención —admite, encogiéndose de hombros—. Es la primera vez que mis padres me ven en algo serio.
Me detengo en seco frente a la casa.
—Alejandro.
—¿Sí?
—Tienes una familia amorosa y entrometida que va a querer saber cada detalle de nuestra “historia de amor”, y me lo dices justo ahora.
—Bueno… sí.
Le doy un manotazo en el brazo, pero él lo esquiva con habilidad.
—¡Maldito seas!
—Tarde para echarse atrás, Isa —suelta, divertido, mientras entrelaza sus dedos con los míos con total naturalidad y toca el timbre de la casa.
No tengo tiempo de protestar antes de que la puerta se abra de golpe y una mujer elegante, de cabello plateado y ojos vivaces, abrace a Alejandro con tanta fuerza que casi lo empuja hacia atrás.
—¡Mi niño hermoso! —exclama su madre—. ¡Mira, cómo te extrañábamos!
Detrás de ella, un hombre alto con rasgos muy parecidos a los de Alejandro observa la escena con los brazos cruzados y una sonrisa divertida.
—María, deja que respire —dice con voz grave.
Ella ignora a su esposo y finalmente me dirige su atención. Su mirada me recorre de arriba abajo antes de sonreír con calidez.
—Así que tú eres Isabel —dice, tomando mis manos entre las suyas—. Qué guapa eres, querida.
—Muchas gracias, es un placer conocerlos —respondo con mi mejor sonrisa.
—Yo soy Carlos, el papá de este muchacho —dice el hombre, estrechando mi mano con firmeza—. Bienvenida a nuestra casa.
El ambiente parece relajado, pero en el fondo sé que esto apenas empieza.
Saludo a ambos con una sonrisa y nos dirigimos al interior de la casa. El lugar es aún más impresionante por dentro: un diseño elegante con tonos claros, muebles de madera fina y enormes ventanales que permiten que la luz natural inunde cada rincón.
—Siéntanse como en casa —dice María con entusiasmo—. Hicimos un almuerzo especial para celebrar su llegada.
Alejandro y yo compartimos una mirada antes de asentir y seguirlos hacia la terraza, donde una mesa bellamente decorada nos espera. El aroma de la comida recién hecha llena el aire, y mis nervios vuelven a aparecer.
—Cuéntame, Isabel —comienza María mientras tomamos asiento—. ¿Cómo fue que conociste a mi hijo?
Alejandro y yo nos tensamos por una fracción de segundo, pero rápidamente recupero la compostura. Recito mentalmente el guion y sonrío antes de responder.
—Nos conocimos en un café. Yo estaba distraída y… bueno, le derramé café en la camisa.
Carlos suelta una carcajada.
—¿En serio? —pregunta, divertido—. ¿Y aun así decidiste salir con ella, hijo?
Alejandro sonríe con aparente naturalidad.
—Digamos que me pareció encantador lo torpe que era.
Lo fulmino con la mirada, pero María suspira con una sonrisa soñadora.
—Eso suena adorable.
Sigo sonriendo mientras trato de ignorar el leve sonrojo en mis mejillas.
El aroma de la comida me abre el apetito mientras María se pone de pie con naturalidad y comienza a servir los platos con la destreza de quien ha hecho esto toda su vida. Me muevo ligeramente en mi asiento, sintiéndome incómoda de solo mirar, así que dejo la servilleta sobre la mesa y me levanto para ayudarla.
—Déjeme ayudarla, señora —ofrezco con una sonrisa.
Ella me lanza una mirada de sorpresa antes de chasquear la lengua con reprobación.
—Nada de "déjeme" ni de "señora", querida, tú ahora eres parte de la familia. Y tampoco tienes que ayudar, eres nuestra invitada.
—Pero no me cuesta nada, en serio…
—Siéntate, Isabel —insiste con un tono firme, pero amable—. En esta casa, cuando alguien visita, no mueve un dedo.
Miro de reojo a Alejandro en busca de apoyo, pero él solo esboza una media sonrisa burlona mientras parte un pedazo de pan.
—Mejor hazle caso —comenta, claramente divirtiéndose con la escena—. Mi madre es un caso perdido en cuanto a hospitalidad.
—¿Sabes qué es un caso perdido? Tú, Alejandro, que nunca comes lo suficiente cuando vienes a visitarnos —responde María, sirviendo una porción generosa de pescado y arroz en su plato—. A ver si ahora que estás casado, Isabel se encarga de que no te saltees las comidas.
Casi me atraganto con el vino.
—Bueno… yo… supongo que podría intentarlo —murmuro, intentando sonar natural.
—No es necesario, mamá —interviene Alejandro, rodando los ojos—. No estamos en la época en la que la esposa tiene que asegurarse de que el marido coma, no es mi niñera.
—Pero no está de más un poco de cuidado —insiste María, guiñándome un ojo—. Los hombres, cuando están enamorados, se olvidan de todo lo demás.
Le sonrío con torpeza y asiento, aunque evito mirar a Alejandro para no reírme. Si supiera la verdad, seguramente le daría un infarto.
Finalmente, todos tenemos los platos servidos y comenzamos a comer. Todo está delicioso, y por un momento, me permito disfrutar de la comida sin preocuparme por nuestra farsa. Sin embargo, la tranquilidad no dura mucho.
—Entonces, ¿cómo fue que se reencontraron después de aquel café?
El tenedor se me resbala de entre los dedos y choca contra el plato, haciendo un ruido que parece más fuerte de lo normal.
—¿Cómo? —pregunto, sintiendo un leve pánico.
—Sí —interviene Carlos—, si se conocieron por accidente en un café, ¿cómo volvieron a encontrarse?
Trago saliva y disimulo con un sorbo de agua. No recuerdo que en el guion haya algo sobre eso.
Alejandro se toma su tiempo en responder, como si estuviera saboreando el momento antes de rescatarme.
—Fue el destino —dice finalmente, con una sonrisa ladeada.
Carlos suelta una carcajada.
—Vamos, hijo, no me vengas con esas cursilerías. Queremos detalles.
Alejandro me mira de reojo, y en su expresión veo el mismo desafío de siempre. Quiere ver cómo salgo de esta.
—Bueno… —empiezo, improvisando rápidamente—. Unos días después, nos volvimos a cruzar en el mismo café.
—Y esta vez no me tiró nada encima —agrega Alejandro con fingida seriedad.
Todos ríen y yo respiro un poco más tranquila.
—Después de eso empezamos a hablar y, bueno, todo fluyó de manera natural —digo, tratando de cerrar el tema antes de que surjan más preguntas complicadas.
Carlos nos observa en silencio y María suspira emocionada.
—¡Qué romántico!
—Sí, claro —dice Carlos con tono escéptico—. ¿Y después de eso?
—Empezamos a salir —respondo de inmediato.
—¿Quién dio el primer paso?
Maldición.
—Yo —dice Alejandro al mismo tiempo que yo digo:
—Él.
Silencio. Nos miramos y soltamos una carcajada.
Carlos nos observa con una expresión analítica, pero finalmente sacude la cabeza con diversión.
—Ajá, claro —murmura, llevándose la copa a los labios.
Alejandro sigue sonriendo, pero noto el ligero apretón en su mandíbula. Sabe que su padre no se tragó la historia del todo.
El almuerzo termina y, cuando María sugiere ver álbumes familiares, Alejandro y yo nos miramos con resignación. Esto todavía no termina.