Está de pie junto a mí, con su camisa blanca abierta y sus lentes oscuros empujados hasta su cabeza. Sus ojos verdes, afilados como cuchillas, están clavados en Francisco con una calma peligrosa. El tipo parpadea, sorprendido, pero intenta mantener su actitud relajada. —¿Oh? —murmura, con una sonrisa ladeada—. ¿Así que tú eres el esposo? Alejandro no responde de inmediato. Se toma su tiempo, quitándose los lentes con parsimonia y guardándolos en el bolsillo de su camisa. —Así es. Su tono no deja espacio para dudas. Francisco me lanza una mirada rápida, como si esperara que desmintiera la situación o que le ofreciera algún tipo de escapatoria, pero yo solo lo observo en completo silencio, con una ceja alzada. —¿No te molesta que tu esposa esté aquí, tomando tragos con otro hombre? —p