No podía negar que sentía curiosidad por ese hombre. Después de seis años sin verlo, ese pelinegro se presentaba en la puerta de su casa con una sonrisa de oreja a oreja y era capaz de colocar todo su perfecto mundo patas arriba. Y, por alguna extraña razón, algo le decía que ella estaba dispuesta a dejar que ese hombre la volviera completamente loca. No entendía el porqué, no sabía porque le encantaba ese indecente Norton, pero sabía que a su lado se sentía bastante a gusto y de algún modo, también feliz. Se hundió en el agua de sales perfumadas que sus criadas le habían preparado. Esas sales, según recordaba haber oído, habían sido empleadas siglos atrás por chinos y griegos durante mucho tiempo, sin embargo, fue un médico inglés el que, en mil setecientos cincuenta y tres, afirmó q