Estabas advertida

847 Palabras
Estabas advertida —Señora, le aconsejo que suba a buscar sus cosas —le dijo Natale en tono afable. Lucía estaba completamente desorientada por lo que ocurría ante ella, y con dificultad respondió: —Espere. Debo llamar a mi abuelo. Él sabrá qué hacer… —Eso no cambiará nada —le advirtió el asistente de su marido—. Y además, como todas las tarjetas que se le entregaron van a ser congeladas, se verá obligado a regresar en breve. En fin, si la compañía quiere cambiarle su billete de vuelta. —¿Por qué hacen esto? —suplicó la joven, completamente abatida y aún debilitada por la enfermedad que la había postrado en cama durante días—. Déjenme al menos tiempo para explicarme con Vince… No terminó la frase cuando el suelo comenzó a girar bajo sus pies y una densa oscuridad la envolvió. —¡¿Señora?! —la interrumpió el secretario, quien apenas tuvo tiempo de atraparla—. Dios mío, tiene fiebre… …Lucía paseaba por aquella hermosa playa de arena blanca, a la que su padre solía llevarla. Ahora que las había abandonado, nada era como antes. Su madre le había dicho llorando que él se había ido para siempre. Pero ella no lo creía. Su padre nunca la abandonaría. Después de todo, era su hija, su única hija. Se sentó en la arena cálida y movediza que cubría aquella magnífica extensión, y con la punta de los dedos, dibujaba sus nuevas iniciales. "L" y "C". Lucía Cerrati, así se llamaría ahora. El nombre de Vittorini debía desaparecer, su madre no lo soportaba más. Mañana tomaría el avión por primera vez en su vida. Solo conocía Francia de nombre, pero al parecer, era un lugar hermoso. Lucía no pensaba que hubiera un lugar más bello que Siracusa, y además, no estaba segura de encontrar allí los mismos cannoli que aquí. Al pensarlo, la niña comenzó a llorar. Suavemente al principio, luego cada vez más fuerte. No quería irse. Ese nuevo país le era extraño y no hablaba el idioma. Seguramente se aburriría mucho allí, lejos de sus amigos. Pero sobre todo, lejos de Nonno y de su papá… —Papá —lloró Lucía, sacudiendo la cabeza mientras sus ojos aún estaban atrapados en los sueños. —Puedes dejarnos —le dijo Vincenzo a Natale, quien acababa de venir a decirle que todo estaba arreglado para la hospitalización—. Por cierto, diles a las enfermeras que está despierta. —De acuerdo, señor, le espero en el coche. Lucía abrió suavemente sus ojos aún húmedos e intentó rehacer las conexiones que la habrían llevado a esa habitación medicalizada. Recordaba haberle abierto a Natale, y luego… había perdido el conocimiento. Se incorporó de golpe, pensando en la casa de su abuelo. —Despacio, acabas de recuperar el conocimiento —tronó la voz de Vincenzo a su lado. Todavía presa de la ira y la amargura, Lucía se negaba a volverse hacia él. Ese monstruo estaba dispuesto a despojar a un anciano enfermo de todo lo que tenía, y se atrevía a ir a verla como si nada. —¿Qué hace aquí? —preguntó ella con voz agria. Él se levantó de su asiento, tomó una carpeta de papeles y se acercó. —Te guste o no, sigo siendo tu marido, y en este caso, soy la persona a la que se avisa. También he venido a entregarte los documentos del divorcio. Dado que hemos establecido un contrato que no te da derecho a nada, la anulación de nuestro matrimonio será pronunciada muy pronto. ¿De verdad? ¿No había encontrado un momento o lugar mejor para hablarle de eso? Se preguntó la joven, lanzándole una mirada fulminante. Vincenzo sonrió ante su intento de rebelión. ¿Por qué tenía que encontrarlo tan guapo incluso en esos momentos? Debería odiarlo, aborrecerlo, pero no, seguía sintiendo esa molesta perturbación. Su ira aumentó un grado y estuvo a punto de estallar de nuevo. Luego, pensando en su abuelo y la precariedad a la que se enfrentaría, decidió suavizarse. —Las cosas no funcionan entre nosotros, es innegable. Pero, ¿no podemos continuar con el contrato establecido inicialmente? —preguntó ella, dejando a un lado su orgullo y sus quejas—. No puedo dejar a Don Marco sin… —Te lo advertí —la interrumpió el hombre de la manera más tajante—. Al irte, anulabas nuestro acuerdo. Ella se mordió el labio al recordar la famosa advertencia. —No se puede decir que me haya dado tiempo a decidir, me echó prácticamente. —No le des la vuelta a la situación, Lucía. Quisiste irte, te fuiste, punto. Una vez que hayas firmado todo, llama a Natale —le dijo el hombre, dándose la vuelta—, él vendrá a recoger los documentos. Al ver que iba en serio y que se iba para siempre, ella lo detuvo: —¿Eso es todo? ¿Se va a conformar con arruinar la vida de un hombre como si no fuera nada? ¿Tan desprovisto de humanidad está?
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