Taormina
Lucía no tenía idea de adónde la llevaban. Durante el trayecto, intentó sonsacarle a Natale, pero él se limitaba a decirle que pronto lo sabría.
—Tanto misterio, ¿no creen que exageran? —dijo ella después de un rato, cansada de conjeturar sobre su destino.
El hombre se echó a reír.
—¿Ya no intenta adivinar?
—Le pedí una pista, pero no es muy cooperativo.
—Le di una —se defendió el hombre, sonriendo con complicidad al chófer.
—El mar no es una pista, Natale. Le recuerdo que estamos en una isla, así que podría ser en cualquier lugar.
—Es verdad —reconoció él—. ¿Y por qué no llama al señor para preguntarle?
La mirada de Lucía se ensombreció de inmediato. ¿Por qué tenía que hablarle de ese tipo? No lo había visto desde aquel día en el hospital y se encontraba muy bien.
—Déjelo —dijo ella fríamente—, como usted mismo dijo, descubriré el destino al llegar.
Natale sonrió ante el temperamento fácilmente gruñón de la esposa de su empleador. Se felicitó, sin embargo, por haber recuperado un poco de paz.
Al cabo de una hora y media, llegaron a las afueras de la localidad costera de Taormina. Al menos eso decía el cartel, porque Lucía no conocía en absoluto aquella zona montañosa. Las calles, o más bien los callejones, eran pintorescos y parecían muy diferentes de las de Siracusa. La altitud hacía el paisaje más verde y la vegetación llegaba hasta los alrededores de las playas, acentuando los contrastes con la arena y el mar azul. Las villas de tejas anaranjadas y piedras claras salpicaban las laderas en cascada. Y viejos monumentos estaban dispersos por todas partes donde miraba el ojo.
Cuanto más ascendía la berlina, más Lucía empezaba a captar la belleza del panorama que ofrecía ese lugar. Y a lo lejos, vio aparecer una inmensa montaña, que una copa de nieve coronaba majestuosamente.
—¿Es un volcán? —preguntó a Natale, pegando la cara y las manos al cristal como lo haría un niño.
—Exacto —asintió el hombre—, es el Etna. ¿Es la primera vez que lo ve?
—No lo sé —dijo ella, inclinando la cabeza—. Quizás ya vine de pequeña, pero no me acuerdo.
Al cabo de unos minutos, se detuvieron ante una gran reja automatizada. Después de que Natale abriera con un mando a distancia, continuaron por una pequeña carretera bordeada de árboles y vegetación. Una villa con aspecto de antigua abadía empezó a aparecer ante ellos, al cabo de un rato. Y cuando se detuvieron en una de las plazas de aparcamiento de grava blanca, un hombre con polo y pantalón claro, salió a recibirlos.
—Señora, buenos días y bienvenida a Taormina —dijo el hombre, tomando la maleta que el chófer acababa de sacar del maletero.
—¿El señor todavía no ha llegado? —le preguntó Natale.
Lucía se volvió hacia él con asombro. ¿Hablaba de Vincenzo?
—Amarramos hace una hora —respondió el empleado—, se quedó en la ciudad pero no debería tardar.
Era de él de quien hablaban, se alarmó Lucía interiormente, que no tenía ninguna gana de ver a ese odioso personaje. Ella, que empezaba a disfrutar de su día y del lugar, se desilusionó al instante. Natale debió de ver que su rostro cambiaba, porque muy pronto, cambió de tema. Y con su tono distinguido habitual, le propuso hacer un recorrido por la propiedad. Sin responder, ella lo siguió por el sendero de piedra, arrastrando los pies.
—La villa es en realidad un antiguo complejo monástico franciscano —le explicó el empleado, invitándola a entrar por el gran porche abovedado—. Cuando el tatarabuelo del señor la compró, estaba abandonada y la capilla estaba completamente destruida. Después de los trabajos de rehabilitación, se convirtió en la segunda residencia de la familia en la isla.
—Me pasé una hora preguntándole adónde íbamos, sin que usted se dignara a responder —le reprochó Lucía, quien seguía obsesionada con el hecho de que no iba a pasar un momento de relax tranquila y sola—, y ahora me cuenta incluso la historia de estas pobres paredes. Soy capaz de ver que es un antiguo monasterio, así que ahórrese su saliva…
El hombre lanzó una mirada oblicua y asombrada hacia la joven. Habitualmente, ella no expresaba su fastidio tan directamente. Visiblemente, le reprochaba haber guardado silencio sobre su destino.
—Siento aburrirla con mis divagaciones —se disculpó—. Con el señor Giuliani, pensábamos guardar la sorpresa, por eso nos abstuvimos de decirle dónde se iba a alojar.
—También omitió decirme con quién —espetó ella sin pensar.
—¿Mi presencia te supondría un problema? —resonó una voz áspera proveniente del otro lado del claustro.