Un compromiso pesado
La empleada había venido, pero la joven la había dispensado de arreglar su habitación. Tenía miedo de que, con solo entrar, esa mujer adivinara lo que había ocurrido la noche anterior. Prefería ocuparse ella misma, solo le preguntó dónde estaba la ropa de cama.
Vincenzo estaba en su oficina, según lo que había entendido por la empleada. Eso no la sorprendió en absoluto. Ese hombre estaba rodeado de asistentes competentes a quienes delegaba sus tareas, pero siempre tenía que tener un ojo en todo. De todos modos, él ya había hecho su parte del trabajo, así que ¿por qué no se iba, simplemente? Eso arreglaría bien sus asuntos.
Sin haber comido desde la mañana anterior, el estómago de la joven comenzó a retorcerse de dolor. Recordó también que a ella le correspondía la tarea de preparar las comidas, y dada la hora, no iba adelantada.
Un ruido de vajilla manipulada se escuchó cuando se acercó a la cocina. La señora de la limpieza se había ido, estaba casi segura. Entró en la habitación y tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a Vincenzo detrás de los fogones.
—Primer día, primer incumplimiento —dijo él con la misma arrogancia del día anterior—. No te lo precisé, porque era evidente —continuó, levantando hacia ella una mirada fría—, pero debes hacer comidas regulares y equilibradas. Te sugiero que dejes de lado tus rabietas de niña mimada.
¿Niña mimada? ¿Qué sabía él de ella exactamente para permitirse tales calificativos?, pensó Lucía, conteniéndose de responder.
—¿Y si dejas de mirarme con esa mirada fulminante y vienes a sentarte a la mesa? —le ordenó, colocando un plato lleno en la barra de desayuno, frente a él.
Lucía realmente odiaba a ese hombre, ahora estaba segura. Pero como se lo había prometido, se limitó a sofocar su descontento y a obedecer. Con la cabeza baja, fue a sentarse en el lugar que él le acababa de indicar. Por su parte, Vincenzo se sirvió un vaso de zumo y se fue con él.
Al ver que él tenía tantas ganas de distanciarse como ella, se relajó un poco. Por la tarde, la joven llamó a Josie, como hacía todos los fines de semana. Mientras paseaba por los magníficos alrededores verdes de la villa, la escuchaba contarle su semana. Cuando esta última le preguntó cómo iba su historia, ella se mantuvo vaga. No iba a decirle que las cosas se habían torcido…
Por la noche, cogió algunos libros de la biblioteca y los llevó a su habitación. Leyó hasta la hora de cenar, y se levantó para preparar la comida. La comida se llevó a cabo en una atmósfera silenciosa y sombría. Y cuando iba a lavar los platos, el hombre le pidió que se detuviera.
—No voy a encender el lavavajillas por dos platos —le dijo Lucía, quien pensó que se refería a eso.
—Tengo trabajo esta noche, así que cuanto antes terminemos, antes podré volver —dijo él, levantándose y dirigiéndose hacia la salida.
¿Terminar? ¿Pero de qué hablaba ahora? Se preguntó con el ceño fruncido.
—Lo siento, pero no entiendo.
El hombre se dio la vuelta, preguntándose si ella no se estaba burlando de él. Luego, volviendo hacia ella:
—¿Qué es lo que no entiendes, Lucía? ¿Ya has olvidado tu compromiso?
—Pero si ya hice lo que me pidió —se defendió ella, un poco desconcertada.
La seriedad con la que respondió excluía definitivamente la simple mala fe. Y a pesar de su falta de paciencia, él se contuvo para explicarle lo que ella debería haber sabido.
—¿Sabes al menos por qué me he bloqueado una semana entera para quedarme a tu lado?
Lucía intentó reflexionar, pero tuvo miedo de decir una tontería.
—Lucía, el médico ha calculado tu ciclo y es esta semana cuando tienes más posibilidades de quedarte embarazada. Solo que no se puede determinar el día exacto…
Temiendo comprender, negó con la cabeza en señal de protesta. ¿Por qué tenía que hacer eso de nuevo? Se negaba a pasar de nuevo por esa humillación y ese dolor. Consideraba que ya había hecho suficiente. Sus ojos se llenaron de lágrimas de inmediato y, a diferencia de la víspera, no logró retenerlas. Se sentía miserable, pero la sola idea de suplicar a Vincenzo podría traerle problemas.
—No he dicho que me negara —se anticipó ella al hombre mientras él iba a hablar—. Solo le pido un minuto…
Ella tragó como pudo los sollozos que le congestionaban la garganta y con docilidad se dirigió hacia la salida. Vincenzo la siguió, con una extraña sensación en el pecho. ¿Le daba pena? No sabría decirlo. Sin embargo, se esforzó por recordar su audaz insolencia y muy pronto, dejó de lado ese momento de debilidad. Y además, no iba a mentirse a sí mismo, el deseo que sentía en ese instante por esa chica, iba mucho más allá de cualquier estado de ánimo…