Encuentro instructivo

891 Palabras
Encuentro instructivo Al llegar al vestíbulo de un gran hotel neoyorquino de la Quinta Avenida, Aldo miró su reloj. La una de la tarde. Su cita ya debía estar allí. Se dirigió hacia el gran salón, escudriñando el lugar. Al cabo de un segundo, vio a una mujer que parecía esperar, a lo lejos. Aldo sentía cierta presión. Como su jefe había estado indispuesto desde su llegada, él se encargó de asistir a esa importante reunión en su lugar. El secretario trabajaba para la familia Vittorini desde que salió de la escuela; Don Marco siempre lo había tratado con respeto y hoy necesitaba su ayuda, no como empleado, sino como amigo. Sentada sobre el reposabrazos de un gran sillón Chesterfield, con sus largas piernas cruzadas, una sobre otra, la mujer de unos cincuenta años levantó la vista hacia él. No parecía indigente en absoluto, a diferencia de lo que uno podría haber pensado. Incluso la encontró bastante bien cuidada para ser una mujer sin trabajo ni marido que la mantuviera. Su traje de chaqueta y pantalón tenía un corte impecable. La tela parecía rica y los botones de marca. Grandes joyas ostentosas adornaban sus manos impecablemente manicuradas, así como su largo y delgado cuello. Aldo no era un experto, pero tampoco un neófito. Como mínimo, esa mujer llevaba encima el salario anual de un ciudadano promedio. En cuanto lo vio y comprendió que él era su cita, se levantó. —Buenos días, ¿Señora Lissandro? ¿Mónica Lissandro? —Ella misma. —Soy Rinaldo Bonelli, el secretario de Marco Vittorini. Supongo que sabe quién es… La sonrisa de cortesía que adornaba el rostro sabiamente maquillado de esa mujer, desapareció de golpe. Tragó saliva, antes de batir las pestañas de sorpresa. —¿De qué habla? Por teléfono me dijo que quería hablarme sobre mi hija. —Es en parte cierto… Aldo, por supuesto, había usado un engaño. Se había hecho pasar por un productor italiano en busca de una contralto para un musical. Le había hecho creer que su hija le interesaba, y que primero quería saber un poco más sobre ella y su trayectoria. —No entiendo —sonrió Mónica con una nerviosismo incontrolado. —Si tiene a bien acompañarme —dijo el hombre, señalándole el gran salón—, podremos hablar mejor con un café. —Lo siento, pero no veo qué quiere de mi hija y de mí. Me veré obligada a dejarle, señor… —Bonelli. —Dígale a Don Vittorini que se equivoca de persona. Y que no hay ninguna razón para que quiera vernos de nuevo. —¿Don? Vittorini —insistió Aldo en el prefijo que ella acababa de usar y que él no había mencionado durante sus presentaciones. Mónica Lissandro palideció en cuanto comprendió su error. Luego, tras una pequeña risa nerviosa: —¿Eso no significa "señor" en italiano? El propósito del encuentro Con una sonrisa oblicua, el hombre le hizo entender que la broma había terminado. —Señora Lissandro, créame, no he venido de Siracusa, en Sicilia, sin estar seguro de que usted es la persona que mi jefe busca. A decir verdad, podríamos habernos dirigido directamente a la señorita Celia, pero preferimos preservar a esa niña y hablar con usted primero. —¡¿De qué diablos quiere hablarme?! —espetó Mónica, cruzando los brazos en señal de descontento. —Vayamos a un lugar más tranquilo —le propuso Aldo con una sonrisa satisfecha. Una vez que se sentaron en una mesa apartada, en el salón del hotel, Aldo sacó una fina carpeta de su maletín y se la entregó a Mónica Lissandro. Después de lanzarle una mirada enigmática, ella tomó los documentos y los ojeó despreocupadamente. Pasó una página y luego otra sin siquiera molestarse en leer lo que estaba escrito. Levantó la cabeza con desdén y tomó una gran inspiración. —Le habrán hecho falta años a este viejo antes de que se decidiera a abrir los ojos y comprender. —Luego, tendiendo los papeles a Aldo—: Celia es la hija de Rafael Vittorini. ¿Y qué? Aldo suspiró y bajó la cabeza. Realmente sentía pena por su jefe. Vivir todos esos años lejos de sus dos nietas. Y descubrir la existencia de una de ellas solo recientemente. —¿Puedo preguntarle qué inició esta investigación? —preguntó ella con una curiosidad insidiosa—. Porque verá, nadie descubrió nada cuando yo todavía vivía en Italia, entonces, ¿cómo lo han hecho ahora que estoy en Nueva York? —Es una larga historia, a decir verdad… —Qué bien, me encantan las historias —dijo ella, apoyando los codos en la mesa y cruzando las manos bajo la barbilla. Aldo no había pasado ni un cuarto de hora con esa mujer cuando ya estaba seguro de una cosa: era muy diferente de la madre de Lucía, y nunca habría llevado a su hija bajo el brazo, afrontando la precariedad y la impunidad sin decir nada. Cuando el señor Rafael se fue a América, esta mujer debería haber ido a llamar a la puerta de Don Marco, presentarle a la niña y pedirle apoyo financiero. Sin embargo, no lo había hecho… —Estoy dispuesto a hablarle de ello —le dijo Aldo—, pero antes que nada me gustaría que respondiera a mi pregunta. —Pregunte siempre.
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