Regalo

1097 Palabras
Regalo Vincenzo miró a Giuliani con preocupación. —No entiendo. —Como sabes, me estoy haciendo viejo y mi salud ya no es lo que era —explicó el patriarca. —¿Qué dices? Tu último chequeo fue excelente. —Esa es solo la opinión de unas máquinas desprovistas de sensibilidad —replicó el hombre, frunciendo el ceño—. Soy yo quien mejor sabe cómo está mi cuerpo. —¿Por qué ya me da miedo lo que viene? —Mis queridos hijos —dijo, mirando a Lucía y Vincenzo—, mi mayor deseo, antes de dejar este mundo, sería poder abrazar a los hijos de mi nieto… Vincenzo abrió los ojos con asombro y Lucía casi se atraganta. Fabian, que estaba sentado a su lado, le dio palmaditas en la espalda mientras se extasiaba con la idea: —Sería maravilloso, entonces me convertiría en tío, ya que somos como hermanos. Porque "primo mayor" no suena… —Fabian, ¿puedes parar un segundo, por favor? —dijo Vincenzo con voz cortante—. Abuelo, ¿qué dices? ¿Te has vuelto loco? —¿Y por qué sería tan sorprendente pedir bisnietos? Te crié como a un hijo, y aspiro, como todo padre, a ver mi descendencia. Claro, soy consciente del esfuerzo que eso implicará, y por eso no pediré nada más después… Lucía, que aún no se recuperaba de lo que acababa de escuchar, se puso de un rojo intenso. Si hubiera podido, se habría escondido debajo de la mesa. Y como si la situación no fuera ya lo suficientemente incómoda, Fabian la empeoraba con sus miradas pícaras. Cuando Vincenzo iba a protestar de nuevo, su abuelo lo detuvo un poco secamente. —Como los otros años, no te impongo nada, te dejo que decidas tranquilamente con tu esposa lo que queréis hacer o no… Con estas palabras, se levantó y abandonó la mesa. Fabian lo siguió de inmediato, después de desearle coraje a la pareja. Lucía no se atrevía a levantar la vista de su plato y un nudo se formó en su estómago. Lo que había comenzado como un día prometedor, terminó en desastre. —No pongas esa cara de funeral —le dijo fríamente Vincenzo, levantándose a su vez—. Lo oíste igual que yo, no obliga a nadie a someterse a sus caprichos. La mansión se vació muy rápido después del desayuno. Lucía, que veía a su marido subir al coche y marcharse, se sentía un poco abandonada. Él le había dicho que pasaría tiempo con ella a su regreso, pero ella comprendió que este espíritu libre solo hacía lo que le apetecía. De todos modos, las cosas no parecían ir bien entre ellos, a juzgar por su actitud distante. No lograba determinar si era por lo que había dicho Giuliani o por su llamada a Roberto. La joven se sorprendió de que nada estuviera preparado para el cumpleaños del dueño de la casa. Martha le explicó que, desde la muerte de su hijo, el anciano se había negado rotundamente a celebrar sus cumpleaños. —¿Conoció al padre de Vincenzo? —preguntó Lucía con la curiosidad de una niña. —Claro, no olvides que estoy al servicio de esta casa desde mis veinte años. El señor Léopold ya era un joven adolescente cuando llegué a la mansión. —¿Y qué tipo de hombre era? —Un hombre de carácter, igual que su hijo y su padre antes que él. Pero a diferencia del señor Vincenzo, que cuida a su abuelo, él era más rebelde. Lucía intentaba imaginar una persona más rebelde de lo que ya era su marido. Debía ser infernal… Al no ver a nadie regresar después de la cena, se refugió en su habitación, como siempre que se encontraba sola. Con el ánimo decaído, pensó que podía dibujar un poco. Al hurgar en el baúl donde había guardado sus cosas, encontró la pintura que había hecho de Siracusa. Sonrió ante el ángulo de vista elevado que había adoptado. "Claro, ¿desde dónde habría podido observar la ciudad para reproducirla así?" "Mi memoria ya no es lo que era", notó ella al no recordar haber visto Siracusa desde esa altura. Sus olvidos no solo se referían a este tipo de cosas insignificantes. Tenía la impresión de que su mente se había obligado a sellar un montón de eventos. En particular, aquellos que concernían, de cerca o de lejos, a su padre. Después de su llegada a Francia, su madre le había prohibido formalmente hablar de él y de su pasado; tal vez eso había creado este bloqueo. El murmullo del agua corriendo en el baño la despertó suavemente. Se enderezó sobre sus codos, tratando de entreabrir sus párpados aún adormecidos. Las persianas estaban cerradas y solo ligeros hilos de luz penetraban en la habitación. Al no tener la costumbre de cerrar las persianas, comprendió que Vincenzo lo había hecho. En lo que esa información crucial le llegó al cerebro, se levantó de un salto. Quería inspeccionar su aspecto, pero el pánico la hacía ir de un lado a otro de la habitación, sin saber dónde podía mirarse. Bueno, sí, normalmente habría ido a los espejos del vestidor que estaba en la habitación de al lado, pero en ese momento, había perdido el norte. —¿Puedo saber qué haces? —preguntó Vincenzo, que había salido sin hacer ruido y solo cubierto con una toalla. —Nada —dijo ella, girándose por la vergüenza—. Absolutamente nada, solo buscaba… buscaba… ¡mi lápiz! —exclamó, yendo a recoger el objeto que acababa de mencionar al azar, después de verlo en la mesita de noche. Demasiado absorta en su teatro, no había oído los pasos del hombre acercarse. Mientras se enderezaba para comprobar si él había entrado en el vestidor, sintió que algo bloqueaba detrás de ella. Lucía no necesitó darse la vuelta para entender que era el cuerpo esbelto y casi desnudo de Vincenzo, pegado a su espalda. Su camisón de algodón era tan fino y ligero que tuvo la impresión de no llevar nada. Su piel, aún húmeda, contra la suya, difundía un calor tan suave que se estremeció por completo. Paralizada por esa cercanía, se puso a buscar aire. En el momento en que creyó haberlo encontrado, el hombre pasó sus fuertes brazos alrededor de sus hombros y la atrajo más apretada contra él. Las piernas de la joven flaquearon y su corazón se aceleró. —¿De qué tienes miedo? —le preguntó Vincenzo con una voz que quería ser tranquila y suave.
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