Canolli

836 Palabras
Canoli —Tiemblas. ¿Tanto te aterrorizo? —inquirió Vincenzo con un toque de burla, mientras la giraba hacia él. Lucía tragó saliva y no supo dónde fijar la mirada. Tenía la impresión de que los anchos hombros y el torso bronceado y musculoso del hombre eclipsaban todo a su alrededor. En cuanto a responderle, le hubiera encantado, pero estaba como esos ciervos cegados por los faros de los coches, incapaz de reaccionar. Habiendo perdido completamente el control, se limitó a clavar su mirada asustada en la del hombre que la dominaba con su altura. Después de apartar su cascada de rizos negros con una mano, Vincenzo depositó un beso ardiente en el hueco de su cuello, y luego en su mejilla… —Si sigues sin decir nada, lo tomaré como un consentimiento —la previno el hombre, levantándole la barbilla para besarla. —Ne… necesito ir al baño —balbuceó Lucía, completamente alterada por el giro que estaban tomando los acontecimientos. Amaba a ese hombre, era innegable, pero aún no estaba lista para dar ese paso crucial. Además, su historia apenas comenzaba. Y demasiadas dudas persistían sobre la posibilidad de que las cosas funcionaran entre ellos. Vincenzo la soltó, pero muy a su pesar. Aunque al principio solo quería molestarla y animarla un poco, su cuerpo se había tomado las cosas en serio. Se mordió el labio, viéndola escabullirse de la habitación. Habitualmente, él era muy dueño de sí mismo en este tipo de situaciones, pero ahora solo le quedaba ducharse de nuevo, y bien fría esta vez… —¿No bajas a comer? —preguntó Lucía a su marido, que estaba de pie junto a la ventana, con los ojos fijos en la lejanía. —Te estaba esperando —dijo él, girándose hacia ella e inspeccionando su atuendo—. ¿De verdad no tienes nada más que ponerte? Ella se miró con el ceño fruncido, sin entender qué le reprochaba a su camiseta larga y sus vaqueros. Ciertamente no había intentado combinar su atuendo, pero ¿de quién era la culpa si había tomado lo primero que encontró antes de correr al baño? —Es ropa cómoda y básica —explicó ella con toda la simplicidad del mundo. —Déjalo, ya lo veremos más tarde —declaró él—. Coge tu chaqueta, vamos a la ciudad. —¿Ahora? —¿Tienes algo más planeado? —Eh, no, en absoluto. Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Lucía; el hombre por fin iba a cumplir su palabra y salir con ella como estaba previsto. También se alegró mucho de verlo de mejor humor. El día prometía ser magnífico, con un sol suave y temperaturas agradables para la estación. Al acercarse al puerto, fueron asaltados por las risas ásperas de las gaviotas. Lucía quiso bajar la ventanilla para saborear mejor la brisa salada que parecía despeinar el pelo de los transeúntes, pero recordó que su marido no soportaba las corrientes de aire. El mar en ese lugar era como en sus recuerdos, de un azul magnífico. El contraste con la arquitectura de piedra clara de los edificios era sorprendente. Los barcos amarrados a los muelles se balanceaban vagamente bajo la influencia del pequeño oleaje, mientras algunos artistas intentaban captar su esencia con la punta de sus pinceles. —Hay cosas que nunca cambian —dijo la joven casi para sí misma y sin apartar la vista del espectáculo. —¿No has venido aquí todavía con el abuelo? —preguntó Vincenzo. Ella asintió con la cabeza en respuesta. —En ese caso, haremos una pequeña parada aquí —dijo él, poniendo las luces intermitentes y deteniéndose a lo largo del puerto. Lucía se sintió transportada de alegría ante la atención de Vincenzo. Podía ser muy considerado cuando quería, pensó, sonriendo para sí misma. Bajaron del vehículo y, sin que ella se lo esperara, el joven la tomó de la mano. Caminaron así hasta el pequeño puente de la Riva Della Posta. —Estaremos bien aquí, la vista es magnífica —le dijo él, deteniéndose frente a la barandilla—. Si quieres esperarme un momento, voy a buscar un café aquí al lado. Mientras lo veía alejarse, admiró sus anchos hombros y su paso ágil. Luego, su atención volvió de nuevo hacia la orilla. Después de un minuto observando a los artistas de los alrededores, pensó que ella también debería venir a practicar aquí de vez en cuando. —Toma, esto es para ti —dijo Vincenzo al regresar con las manos cargadas. Le tendió un pequeño paquete y colocó los cafés en la barandilla. —¡Cannoli de pistacho! —exclamó ella, apresurándose a abrir la caja—. Pensé que lo habíais olvidado. —¿Qué clase de hombre olvida la especialidad preferida de su mujer? Lucía se mordió el labio; esa frase le hizo el efecto de un bálsamo en su corazón incierto. Vincenzo intentaba mostrarse atento, y al mismo tiempo, hacer que las cosas funcionaran entre ellos…
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