Brazos Reconfortantes

926 Palabras
Brazos Reconfortantes Mientras mordisqueaba su pastelillo relleno de crema, ella contemplaba los rasgos armoniosos y descaradamente bellos de su marido. Él bebía su café, con la mirada fija en la lejanía, pensando seguramente en sus asuntos pendientes, así como en todas sus responsabilidades. Le hubiera gustado acurrucarse junto a él, pero no se atrevió a hacer algo así. Y además, no quería incomodarlo pegándose a él delante de todo el mundo. —¿Cuándo fue la última vez que viniste a Siracusa? —preguntó él después de un momento. —Hmm. Debía tener once años —dijo ella, tras rebuscar en su memoria un instante—. Justo antes de irme a Francia. —¿Nunca regresaste durante todo este tiempo? La mirada de Lucía se ensombreció a pesar suyo. Dejó su cannolo en la caja y, tras una inspiración, negó con la cabeza. Vincenzo, que comprendió que su exilio se debía a un problema familiar, la miró con ojos compasivos. Conocía la mala reputación de Rafael Vittorini, el padre de Lucía, y también sabía que había sido él quien había llevado a su familia a la bancarrota. Como Giuliani no quiso darle más detalles, seguía esperando la investigación que había solicitado para comprender mejor la historia de su mujer. —Si no quieres hablar de tu pasado, lo entenderé —le dijo él, al ver su incomodidad. —En realidad, no hay mucho que decir —dijo ella, tomando un poco de distancia—. Mi padre se fue de casa, y como mi madre tenía la licenciatura en francés, fue natural que nos expatriáramos a Francia para que ella pudiera trabajar allí. —Ya veo. No debió ser fácil para una niña pequeña cambiar de ambiente y de país de un día para otro. —Para decir la verdad —explicó ella con algo de tristeza en la mirada—, las cosas fueron tan repentinas que no entendí lo que realmente estaba pasando. Cuando mi madre me dijo que tomábamos un avión a otro país, no pensé que sería para no volver jamás. Posteriormente, y como todos los hijos de padres separados, creí que lo que pasaba era culpa mía… Antes de que terminara su frase, los brazos de Vincenzo la rodearon y la atrajeron hacia él. Se encontró totalmente envuelta en su calor. Un calor reconfortante y tranquilizador. Era muy diferente al que solía desprender… Ese día transcurrió bajo los mejores auspicios; visitaron lugares impresionantes y comieron todo tipo de especialidades locales. Lucía llegó a casa exhausta. Habiendo cenado ya fuera, se fue directamente a la cama. —Puedes usar la cama —le dijo Vincenzo al salir del baño. —No hace falta, el sofá me viene muy bien —declinó ella de buena gana mientras se tumbaba en él. Tras un largo suspiro, el hombre se acercó a ella, la levantó de su sitio y la llevó a la cama. Ella había intentado protestar, pero como de costumbre, cuando él tenía una idea en mente, no la tenía en otro sitio. —El sofá no es tan pequeño, y además ya dormí ahí ayer. —Razón de más —objetó ella—, es mi turno… Él no la dejó terminar y la besó brevemente para hacerla callar. —Puedo dejarle un sitio al lado, si quiere —propuso ella con un toque de vacilación y después de que él se hubiera alejado. —Prefiero no hacerlo —declaró el hombre, acostándose en el sofá y echándose la manta encima. Sin poder explicárselo, este rechazo le produjo decepción. Incluso suspiró de exasperación, lo que hizo reír a Vincenzo que la había oído. Demasiado avergonzada de su actitud, apagó la luz y se hizo un ovillo en la cama. Se sintió idiota por no saber lo que quería, ni cómo expresarlo correctamente. Habiendo sido un día muy ajetreado, Lucía cayó muy pronto en los brazos de Morfeo, a falta de los de Vincenzo… Temprano por la mañana, una empleada llamó a la puerta de la habitación de la pareja. Lucía, que ya estaba vestida, le permitió entrar. —Señora —explicó la joven con las manos juntas sobre su delantal—, el señor le dice que su abuelo acaba de llegar. Don Marco no había venido ni una sola vez desde la ceremonia. Como él le decía, no quería inmiscuirse en su vida de recién casada. ¿Entonces qué le pasaba hoy? Esta visita improvisada la inquietaba. —Gracias, Sylvia, bajo en un minuto. —Don Marco madruga mucho —observó Vincenzo, que salía del vestidor mientras abrochaba los gemelos de su camisa—. Puedes bajar ahora —dijo, contestando a su teléfono—, te alcanzo en cuanto esté listo. —Entendido. Lucía apuró el paso detrás de Sylvia, quien tomó la escalera principal. En el recibidor, Giuliani estaba con su abuelo y Aldo, y seguían intercambiando las cortesías habituales. —Hija mía —dijo el anciano, que no parecía en su mejor forma—, ¿cómo estás? —Soy yo quien debería preguntarte eso, has adelgazado aún más. Al decir esto, Lucía vio en la mirada del secretario de su abuelo que algo andaba mal. —Vamos al salón —propuso Giuliani con su habitual entusiasmo y hospitalidad—, estaremos mejor para charlar. Sylvia, nos tomaremos el café allí… —Siento molestarlos con mi visita inesperada —se disculpó el hombre, un poco avergonzado—, pero como tengo que ausentarme por un tiempo, pasé a ver a mi nieta antes de tomar mi vuelo…
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