La Hija de un Estafador
Don Marco se disculpó por su visita inesperada y, sobre todo, apresurada. Tenía un vuelo que tomar por la mañana, y por eso había pasado a verlos.
—Marco —dijo su amigo—, aquí estás en tu casa. ¿Y en qué podría molestarnos tu visita?
—¿Tu vuelo? —dijo Lucía, que no había oído a su abuelo hablarle de ningún viaje antes—. ¿Puedo saber adónde vas?
—Voy a Estados Unidos, tengo algunos asuntos que arreglar allí —explicó el hombre con un tono que pretendía ser tranquilizador—. Volveré en un mes.
La joven sentía que algo no iba bien, pero era incapaz de formular correctamente sus inquietudes.
—¿Tan lejos? —exclamó ella—. ¿En tu estado? ¿Pero no podría ir Aldo en tu lugar?
La mirada de Giuliani se volvió igual de sospechosa. ¿Qué iría a hacer Don Marco a Estados Unidos y qué asuntos tenía que arreglar allí? Toda esta historia le pareció extraña, pero no quiso agravar la aprensión de su nieta política. Viendo su mirada angustiada, incluso intentó tranquilizarla:
—Vamos, Lucía, tu abuelo quizás necesite viajar en persona para cumplir las tareas que tiene que hacer. Y además, un cambio de aires solo podría sentarle bien.
Esto no fue suficiente para tranquilizarla. Don Marco era la única familia que le quedaba y, muy a su pesar, temblaba por él.
—Si… si estuvieras enfermo o si tuvieras… algo, ¿no me lo ocultarías? —preguntó la joven con voz agitada.
—Lucía, estoy bien. Viajo por mis negocios y nada más. Mejor dime, ¿qué te gustaría que te trajera de allá?
—Solo quiero que vuelvas sano y salvo —dijo ella, con el ceño fruncido.
Su abuelo se levantó de su silla de ruedas, que se suponía que le evitaba la fatiga de caminar, se acercó a ella y la estrechó en sus brazos.
—Volveré muy pronto, así que no te preocupes.
Aunque no creyó ni por un segundo en el viaje de negocios de su abuelo, tuvo que resignarse a dejarlo ir. Siempre era lo mismo con los adultos: cuando se enfrentaban a problemas serios, se escondían de sus hijos. Pero tarde o temprano, las cosas terminan por saberse. Un poco como lo que había pasado con su madre. No le había dicho lo de su enfermedad hasta que ya no había mucha esperanza. Lucía sabía en el fondo que las cosas no iban bien, pero cuando le preguntaba, la respuesta siempre era la misma: que no era nada grave y que no debía preocuparse.
—¿Don Marco ya se va? —preguntó Vincenzo al unirse a ellos frente a la casa y ver la berlina alejarse.
—Se va a Estados Unidos esta mañana, solo pasó a saludarnos antes de tomar su vuelo —le explicó Giuliani.
—¿A Estados Unidos, dices?
En el primer informe que el detective había enviado al joven, se había revelado que Rafael Vittorini se había refugiado en América después de intentar robar a un grupo mafioso de la región. Su padre tuvo que hipotecar sus bienes para pagar una fuerte indemnización a esos bandidos. Esa canalla habría continuado sus fechorías incluso al otro lado del Atlántico, haciéndose pasar por un barón del hampa siciliana y tratando con colombianos. Les habría robado un cargamento de droga durante una transacción antes de ser atrapado por la policía. Una vez más, Don Marco tuvo que indemnizar al jefe mafioso, cuyo nombre había sido usurpado.
Vincenzo había comprendido que el anciano no pagaba cada vez para salvar la vida de su hijo, sino para evitar terribles represalias contra su nieta. Diciéndose esto, posó una mirada protectora sobre Lucía. Y pensar que ella no sabía nada de todo lo que había hecho su padre; la pobre solo pensaba que las había abandonado a ella y a su madre, y que había rehecho su vida en otra ciudad. Llegó a preguntarse cómo reaccionaría si se enterara de que era la hija de un estafador.
—Vamos, entremos —le dijo el hombre una vez que el coche de su abuelo había cruzado la verja a lo lejos, y pasándole el brazo por el hombro.