La Partida
—Te espero en mi habitación, inmediatamente —ordenó a su secretario.
La joven fulminaba aún más al verlo tan rápido en enfadarse por esa mujer. Y en lugar de abrir el diálogo, aunque solo fuera para reprocharle sus faltas, sostuvo su mirada y lo desafió. Ese irascible y su ego solo tenían lo que se merecían, pensó ella al verlo tan afectado por su frase. Incluso hubiera querido ir más lejos en sus invectivas, pero no estaba segura de que Vincenzo la dejara hacerlo.
Finalmente, agarró su maleta y salió de la habitación. "¡Desde el principio sabías que no era para ti!", se reprochó. "Pero tuviste que dejarte engañar. Mira cómo te tratan ahora."
—Señora —la interrumpió Natale, que había acudido a su habitación y la veía salir con su equipaje en la mano—, ¿qué sucede?
—Llévala al aeropuerto —dijo Vincenzo, que la había seguido a su vez—, y ponla en el próximo vuelo a París.
—Señor. ¿Está segur…?
—Ahora —ordenó a su secretario, quien inclinó la cabeza en señal de sumisión—. No quiero volver a oír hablar de esta mujer hasta el divorcio.
El desdén con el que la miraba la reafirmaba en su rencor. En ningún momento había intentado explicarle las cosas, ni siquiera disculparse. Se limitaba a deshacerse de ella. Nada más.
—Deme su equipaje, lo bajaré por usted —le propuso Natale.
—No, gracias, me las arreglaré.
Viendo que la situación era tensa, el empleado no insistió. El patriarca esperaba con inquietud en el vestíbulo. Tan pronto como vio a la joven bajar acompañada de Natale, intentó saber qué pasaba y adónde iba. Lucía se limitó a agradecerle y despedirse.
—¿Qué me dices? —la detuvo el anciano—. No voy a dejarte ir así. Entiendo que lo que oíste te haya conmovido, pero eso no justifica que dejes tu hogar.
—Es mejor que te mantengas al margen de nuestros asuntos —intervino Vincenzo, bajando los grandes escalones de la escalera principal.
—¿Vas a dejar que tu mujer se vaya sin decir nada?
—Nunca he retenido a nadie contra su voluntad, y no voy a empezar hoy.
Su tono cortante, su mirada negra y cargada de ira, hizo suspirar a su abuelo. Su nieto era realmente como su padre; en cuanto decidía algo, nunca era bueno oponerse a él frontalmente.
—Veo que hay que calmar las tensiones, así que sepárense por esta noche y reflexionen cada uno por su cuenta —les propuso Giuliani—. Natale, lleva a Lucía a casa de su abuelo, por ahora. La ama de llaves todavía debe estar allí.
La pareja ya no se miraba. Y fue en una atmósfera austera que la nuera de los Caruso abandonó la mansión aquella noche.
—Por favor, suba —dijo Natale, abriéndole la puerta del coche y quitándole la maleta.
—Perdón por molestarle de nuevo —se disculpó la joven ante el asistente.
—No se disculpe, es parte de mi trabajo.
Una vez en camino, y mientras se encontraba en la parte trasera de la gran berlina oscura, las lágrimas de Lucía inundaron sus mejillas. A pesar de la presencia de Natale y el chófer delante, no pudo contener más sus sollozos. El secretario miró por el retrovisor. Luego, tras un discreto intercambio de miradas con el conductor, este subió la mampara de separación entre ellos para permitirle estar sola y con total intimidad…