A la mañana siguiente
Marianela pudo ver el amanecer. Lo vio claro, sentada desde su cama mientras poco a poco el sol iluminaba los campos y sus alrededores. En ese instante, ella entendió por qué la hacienda se llamaba así, los Dos volcanes, ya que a lo lejos se podían ver los volcanes, Popocatepetl y el Iztaccíhuatl, como una hermosa pintura, y tan cerca que ella pensó que podía tocarlos.
El amanecer en la hacienda, en verdad era una experiencia diferente para Marianela, que estaba acostumbrada a los amaneceres de la ciudad. Aquí, parecía ser algo mágico y cautivador, lleno de paz, mucha paz.
Cuando los primeros rayos de sol se asomaron, el cielo comenzó a teñirse de tonos dorados y rosados, anunciando la llegada de un nuevo día. De pronto, las sombras de la noche se desvanecían lentamente, y daban paso a la luz brillante y cálida del sol.
El canto de los pájaros llenaba el aire, creando una melodía que acompañaba a tan bellas vistas. Se escuchaba el murmullo del viento acariciando los árboles y se olía la frescura de la lluvia que había caído la noche anterior, por la madrugada.
En las plantaciones de café, los trabajadores comenzaban a prepararse para un nuevo día de labores. El olor del café fresco se mezclaba con la fragancia de la tierra húmeda, generando un aroma hipnotizante que llenaba el aire. Los campos verdes y exuberantes se extendían hasta donde alcanzaba la vista, en una muestra de la belleza y la abundancia de la tierra.
El silencio matutino era interrumpido ocasionalmente por el relinchar de los caballos o el mugir del ganado, recordándole a Marianela que la vida en la hacienda nunca se detenía y justamente eso, que había vida. A pesar de sentirse aislada del mundo que conocía, Rafael la había traído a un lugar lleno de vida, de olores y vistas nuevas, a un paraíso en la tierra que ella sentía como un infierno.
Marianela se puso de pie, caminó hacia el pequeño balcón que había en su habitación y justo vio a su esposo salir de la casa, vistiendo ropas de montar y subiéndose a un caballo que, el hombre que le acompañaba siempre, le había preparado. Después vio cómo se alejaba galopando lejos de ahí, para desaparecer entre los caminos.
Ella se quedó pensando en lo que se sentiría poder tomar un cabello y huir de ahí. Escaparse de esta nueva vida que a fuerza le habían impuesto, y desaparecer, tal vez dónde estaba Genaro todo estaba mejor y ella podría vivir feliz.
⎯¿Por qué me dejaste?⎯ se preguntaba, mientras acariciaba el medallón de plata con los dedos ⎯. ¿Por qué no me dejaste algo tuyo?, ¿por qué te fuiste de mí?
Así, Marianela pasó la mañana viendo hacia los campos, contemplado el cielo como si pudiese ver a su Genaro ahí. No se percató que las horas habían pasado y que el cielo matutino ya se había tornado a otro color. Su plan era no salir de la habitación, así que se puso un vestido sencillo, de color café tenue, y se sentó en la silla para seguir viendo el paisaje. Minutos después, un golpe en la puerta le interrumpió.
⎯¿Diga? ⎯ preguntó, mientras jugaba con su anillo.
⎯El señor quiere verla, le pide que baje, señora ⎯ gritó la voz.
Marianela suspiró, ¿qué no se supone que no la vería hasta la cena?, ¿por qué ahora le pedía que bajara?, ¿a caso había cambiado de opinión?
⎯¡Voy! ⎯ expresó la mujer, para enseguida ponerse de pie, acomodarse el complicado peinado y tomar el abanico que hacía juego con el vestido.
En la hacienda los volcanes hacía bastante calor, y entre el corsé, las enaguas y las medias, Marianela sentía que se sofocaba, así que el abanico y el aire que corría por las ventanas eran su único consuelo.
Entonces, Marianela abrió la puerta de su habitación y salió de ahí. Momentos después bajó las escaleras para encontrarse a su marido, vestido de forma muy diferente a como lo había visto en la mañana. Ahora, su esposo llevaba unos pantalones de algodón color café, con una camisa blanca de tela ligera, bastante fresca. A juego, tenía unas botas de cuero que le ayudaban a moverse entre la terracería y los campos.
A pesar de tener un aspecto tan sencillo, se notaba lo pulcro y ordenado. Su cabello rizado se encontraba perfectamente bien peinado, y estaba recién rasurado. El doctor tenía un porte de elegancia y modestia a la vez, una combinación rara que a Marianela le llamaba mucho la atención.
Cuando ella bajó, Rafael le sonrió, y en tono amable le dijo buenos días, y le preguntó si había descansado del largo viaje que habían hecho.⎯ Descansé, gracias ⎯ respondió ella.
⎯Bien. Entonces toma tus cosas que iremos al pueblo ⎯ ordenó Rafael.
⎯¿Al pueblo?
⎯Sí, tengo que ir a mi clínica a llevar lo que traje de la ciudad y también te llevaré con una modista para que te haga ropa adecuada.
⎯No necesito ropa ⎯ dijo Marianela con orgullo⎯. La que tengo me place y está muy bien.
Rafael sonrío.⎯ Es muy bonita, pero, no es la adecuada para este lugar. Como notarás hace calor, el clima es diferente y las telas de tu ropa son gruesas para el campo. Con las enaguas y el corsé, terminarás desmayándote del calor. Así que te llevaré con una modista para que te haga vestidos de algodón apropiados.
⎯No quiero ir ⎯ contestó Marianela.
⎯Lo digo por tu bien. Ahora toma tus cosas y sube al carro ⎯ habló Rafael en un tono más autoritario. Al parecer, la amabilidad se estaba desvaneciendo y su verdadero carácter salía.
Marianela le arrebató a una de las mujeres del servicio la bolsa y salió de ahí. El doctor caminó hacia ella de inmediato y la tomó del brazo, deteniéndola.⎯ Te pido que le pidas perdón a Rosario.
⎯¿Disculpa? ⎯ inquirió Marianela.
⎯Sé que estás enojada, pero no te permitiré esas faltas de respeto hacia el personal. Pídele una disculpa a Rosario.⎯ La mirada penetrante del doctor se clavó en la de Marianela y ella vio la seriedad en sus ojos.
⎯Perdón ⎯ expresó la palabra, para después soltarse e irse de ahí.
Marianela subió al carro, enojada, y momentos después Rafael se subió a su lado.⎯ Nunca pensé que fueses así, Marianela.
⎯ Señora ⎯ le corrigió ella, como si eso le diera un estatus mayor.
⎯ Eres mi mujer y yo te llamo como se me da la gana, ¿entiendes?. Fuiste grosera con Rosario que solo quiere atenderte. Si estás enojada conmigo, entonces desquítate conmigo, no con ella.
⎯Claro que no me puedo desquitar contigo. Para que luego me grites y me muelas a palos como suelen hacerlo en el campo ⎯ contestó, en tono enojado la mujer.
⎯No somos animales en el campo, si eso es lo que insinúas. Incluso tenemos mejor educación y servicio que los de la ciudad, que se sienten indignos de ver al otro o ver hacia abajo. Aquí te comportarás como una persona educada y decente. Tratarás bien a los empleados y si cometas un error les pedirás perdón, ¿entendido? ⎯ sentenció Rafael, en tono autoritario.
Sin embargo, Marianela no respondió. Solo guardó silencio y así se fue el resto del viaje con dirección al pueblo, al que llegaron treinta minutos después. San Nicolás, era un pueblo tranquilo y pintoresco que estaba ubicado en las faldas del volcán. Era un pueblo con belleza natura y completamente agrícola.
Era pequeño, abundaban las casas de adobe y piedra, y a diferencia de otros lugares, cuyas calles estaban llenas de terracería, estas se encontraba completamente empedradas, lo que hacía que los recorridos fueran más cómodos, tanto en el caballo como en los carros.
Por ahora, San Nicolás, vivía en una relativa tranquilidad, alejado de los principales conflictos bélicos de la independencia. Sin embargo, no estaba alejado del todo de las injusticias, de los pocos recursos que daba el gobierno y de los asaltantes del camino, por lo que uno tenía que andar con cuidado.
Marianela y Rafael se pararon frente a una iglesia. Él le quiso ayudar a bajar, pero ella se negó.⎯ Como desees, no tardo ⎯ contestó el doctor, que no estaba dispuesto a aguantar sus berrinches.
Marianela vio cómo Rafael se metía a una construcción que ya estaba relativamente terminada, y comenzaba a saludar a los trabajadores que salían a su encuentro. Momentos después, unos mozos salieron y comenzaron a quitar los amarres del carro que traían atrás con todos los víveres y medicinas.
⎯Te llevaré a la modista mientras descargan todo esto.⎯ Escuchó la voz de su marido, quien ahora sí la obligaba a bajar de ahí.
⎯Ya te dije que estoy bien de ropa.
⎯Y yo ya te dije que te asarás. No quiero una mujer que se esté desmayando y que siempre le falte el aire o le duela la cabeza.⎯Aclaró el doctor.
⎯Pues lo que compraste es lo que obtienes ⎯ respondió Marianela, en tono autoritario.⎯ Hubieses revisado bien la mercancía antes de obtenerla.
Rafael la tomó del brazo, apretando de más su muñeca, luego la jaló hacia un rincón para poder hablar con ella.
⎯Piensa lo que quieras sobre como llegué a casarme contigo y mis razones. Lo único que te pido es que te comportes como la mujer que sé que eres. Hija de un general y sin dramas. Si hubiese querido una esposa consentida y dramática me hubiese casado con alguien más joven e inocente. Tú no eres así, Marianela, me casé contigo porque eres fuerte, experimentada, inteligente y sabes aguantar esta vida. No me decepciones.
Y diciéndole esto la soltó. Marianela se quedó fría ante las palabras de su marido. Su Genaro jamás le había hablado así, claro, preciso, sin tapujos, sin disfrazar las palabras o suavizarlas. Ella debía admitir que le gustaba cómo le hablaba el doctor, la hacía sentir importante. Sin embargo, no iba a ceder.
⎯Vamos, que nos están esperando ⎯ le ordenó.
Marianela se levantó las enaguas y caminó por las calles empedradas siguiendo al doctor. Las miradas estaban sobre ella, y era evidente, ni siquiera las mujeres con ropas elegantes estaban vestidas así como ella. Llenas de adornos, con telas brillantes y peinados complicados, y mucho menos con esas botas tan complicadas que traía.
Cuando entraron a la modista, Marianela se sorprendió al ver el lugar. Se imaginaba un local pobre y sin chiste, pero se encontró con un verdadero sitio de diseño, más sencillo que los de la ciudad pero, bonito y elegante. Al llegar, Rafael ordenó que a Marianela se le hicieran los vestidos que ella ordenara, con las telas y los colores que quisiese, y que después los enviaran a la hacienda de los Dos volcanes.
La modista, una bastante joven, pero talentosa, comenzó a tomarle medidas y a ofrecerle las telas de algodón que, solo al tacto, ya se le hacían frescas a Marianela. Aunque se había enojado, y estaba renuente a hacerle caso a Rafael, estaba agradecida porque él le había obligado a hacerse nueva ropa, ya que se sentiría mejor y menos mareada.
Cuando terminaron. Ambos salieron del local, se dirigieron hacia la iglesia y minutos después estaban de regreso hacia la hacienda. Ella iba callada, jugando con el guante que hacía que las manos le sudaran, y por un momento quiso quitarse la ropa y el corsé.
⎯¿Te gustó el pueblo? ⎯ preguntó Rafael.
Marianela no respondió. En ese momento no tenía ganas de hacer conversación con su marido, y mucho menos verlo a los ojos, ya que no le gustaba su mirada intensa y penetrante.
⎯¿Estarás enojada siempre? ⎯ insistió el doctor.
⎯Así es mi carácter, y ni modo ⎯ al fín habló Marianela.
Rafael suspiró.⎯ Pues bueno, de ti depende el tipo de vida que quieras vivir a mi lado.
Marianela, en un arrebato, volteó y lo vio a los ojos.⎯ Pues eso es lo que pasa, que yo no quería vivir mi vida a su lado. Usted me compró y ahora se tiene que aguantar.
⎯Yo no te compré, te salvé ⎯ contestó el doctor.
Marianela comenzó a reírse.⎯¿Me salvó?, desde cuándo comprarme y traerme a vivir a este lugar es salvarme, ¿dígame?
⎯¿Quieres que en verdad te diga?, ¡está bien!, te lo diré ⎯ contestó Rafael. Él detuvo el auto jalando levemente al caballo y ambos quedaron solos en medio del camino.⎯ Te salvé porque tú y yo no somos diferentes, Marianela.
⎯¡Claro que lo somos!.
—Tú eres una mujer rechazada por la sociedad, cargando un estigma al igual que yo. Eres viuda, sin herencia y lo peor de todo eres estéril. Yo soy un bastardo que heredó mucho dinero y que ni así tiene un lugar en la sociedad
⎯¡Y por eso se casó conmigo, no!, ¿para obtener un sitio en la sociedad? ⎯ gritó Marianela.
⎯No, me casé contigo porque quería que vivieses una vida en paz ⎯ respondió de la misma forma.
Marianela, en un impulso se bajó del auto y caminó hacia al lado del camino donde se encontraban el inicio de un hermoso valle. Rafael la siguió detrás.⎯¡Yo vivía en paz!, ¡ya lo hacía antes de que usted llegara!
⎯No, no lo hacías. Vivías refundida en la casa de tu abuela. Deprimida y sin comer, esperándo la muerte.
⎯¡Porque eso es lo que quiero, morirme!, nadie le dijo que me salvara.
⎯Por mi muérete Marianela.⎯ Las palabras del doctor fueron hirientes, pero, justo era lo que ella deseaba escuchar ⎯. De lo que te salvé fue de que tu abuela te vendiera al mejor postor con tal de pagar sus deudas.
Al decir eso, Marianela volteó a ver a Rafael con un rostro completamente confundido.⎯¿Qué está diciendo?
Rafael se acercó a ella y la tomó del brazo para verla de frente.⎯ Te estoy diciendo que si no hubiese sido yo quien te “comprara”, tu abuela te hubiese vendido a cualquiera que le ofreciera una buena cantidad para pagar sus deudas. Ibas a terminar en otro lugar, con un hombre viejo y amargado, tal vez, que te recordaría toda la vida que eres una viuda que no le puede dar descendencia. Que había comprado a una mujer que ya no le servía para nada.
En eso, Marianela le dio una bofetada a Rafael, tan fuerte que lo hizo sangrar de la nariz. Sin embargo, el doctor no se inmutó, siguió clavando su mirada a la suya. ⎯ Eso jamás lo hubiese dicho Genaro.
⎯No, pero tampoco Genaro no era un santo como tú piensas.
⎯No te atrevas a hablar mal de él ⎯ le dijo contundente, Marianela.
⎯No hablaré mal, pero solo te digo que sé de buena fuente que Genaro no es un santo.
⎯¿De qué hablas? ⎯ inquirió ella.
Rafael suspiró.⎯¿Quieres saber por qué no tuviste herencia?, ¿por qué te dejó sin nada?⎯ Marianela asintió con la cabeza. Su rostro se encontraba rojo del coraje y los ojos llenos de lágrimas.⎯ Porque en su testamento escribió, explícitamente, que solo se te dejarán los bienes si tú tenías un hijo de él.
⎯No, claro que no, eso es imposible ⎯ respondió ella, incrédula.
⎯Puede que Genaro te hubiese querido mucho, pero, el general es un hombre de sus tiempos y su época, y lo que más deseaba era tener un hijo para pasar su apellido. Así que, al no darle lo que él deseaba, prefirió dar sus bienes al gobierno, en lugar de proteger y guardar al que decía era la mujer que amaba.
⎯¡GENARO ME AMABA! ⎯ gritó Marianela, desesperada.
⎯Pues si lo hubiese hecho no te hubiese dejado en la ruina. Te dejó sola, amargada, sin descendencia y dinero. Si eso es amor, entonces tú y yo amamos diferente ⎯ sentenció el doctor.
Marianela tomó esas palabras tan bonitas como un insulto, pero a la vez, estaba feliz de que el hombre le hubiese dicho la verdad. Dolía, pero era la verdad.
⎯ Por eso no somos tan diferentes, Marianela. No te creas tan importante cuando en realidad solo fuiste una pieza más que la sociedad movió. Quieres regresar a la ciudad, hazlo. Yo no me opongo. Solo que piensa que ahora cargarás con la cruz de que te casaste con un bastardo, descendiente de una india y que te compró porque pudo.
⎯¡TE ODIO! ⎯ exclamó la mujer, para después soltarse del brazo de su esposo y correr hacia el carro.
⎯¡MARIANELA! ⎯ gritó Rafael.
Sin embargo, ella le dio un fuerte latigazo a los caballos haciendo que estos avanzaran a la carrera. El auto comenzó a moverse en una forma estrepitosa, a una velocidad que a Marianela se la hacía imposible controlar. Rafael corrió detrás de ella, pidiéndole que parara para evitar una tragedia, pero, ella no se detuvo y metros adelante no pudo controlar más a los caballos y se arrepintió de lo que había hecho.
⎯¡MARIANELA! ⎯ Escuchó el grito de su marido, y segundos después, el auto se volcó, provocando que ella se saliera del camino y se golpeara la cabeza en una piedra, perdiendo por completo el conocimiento.