Las luces frías del salón de juntas parpadean una vez, como si también ellas dudaran de mi capacidad para mantenerme en pie. Me acomodo los puños de la blusa blanca de seda, las uñas enterrándose en las palmas para no delatar el leve temblor que me recorre los dedos. Mi voz tendrá que ser firme, aunque mi estómago esté completamente revuelto desde que me levanté esta mañana para correr al baño.
—Como ya saben —empiezo, con un leve asentimiento hacia la cabecera de la mesa donde está Gedeón—, llevo unas semanas desarrollando el plan de inversión a largo plazo en la mina ubicada en Colombia. Hoy quiero mostrarles los resultados del estudio de rentabilidad y proyección de recuperación que elaboramos con el equipo técnico.
Azrael está a dos sillas de distancia. No dice nada. Solo me mira.
Me mira con esa intensidad tan suya que no necesita palabras para tocarme por dentro. Siento cómo me arde el cuello, como si la calefacción hubiera subido de golpe, aunque el aire acondicionado esté en veintidós grados exactos. No lo miro de vuelta. No puedo. Si cruzo una sola vez mis ojos con los suyos, voy a olvidar cada cifra, cada gráfico, cada línea de ese maldito plan que preparé como si fuera la carta de presentación de mi vida. Porque lo es.
Aprieto el botón del control remoto y la presentación aparece en la pantalla de vidrio al fondo.
—El terreno estudiado supera en más del doble la capacidad superficial de nuestras otras minas activas. El estudio geotécnico que solicitamos a los expertos de Blackstone Minerals confirma que hay una alta concentración de oro nativo en las capas intermedias. Eso nos permitirá una extracción más efectiva con un menor costo de perforación.
Paso la primera diapositiva. El puntero láser tiembla apenas en mi mano, pero logro mantenerlo firme sobre las líneas de comparación.
—Ya se han destinado treinta y dos millones de euros en tecnología de detección y maquinaria de precisión importada desde Canadá y Finlandia. Además, hemos contratado a tres nuevos geólogos y duplicado el número de supervisores de extracción en turnos rotativos, lo cual no solo reduce el margen de error, sino que incrementa la producción proyectada en un sesenta y ocho por ciento para final de año.
Mi voz suena clara. Nadie lo diría, pero por dentro, soy un desorden de nervios y hormonas. Mis senos están tan sensibles, que el roce del sostén me molesta. Tuve que cambiar mi perfume porque el que uso por lo general me da náuseas. Me arde todo. El vientre, la cabeza, los ojos cada vez que me esfuerzo por mantener la vista en los gráficos y no en Azrael.
El padre del hijo que llevo dentro.
Trago saliva.
La náusea me da una puñalada breve. Cierro los dedos alrededor del control del proyector como si fuera un ancla.
Azrael apoya el codo en la mesa y se lleva dos dedos al mentón, como si evaluara el contenido. Pero sé que está evaluándome a mí. A mi cuello, mi voz y la gota de sudor que siento correrme por la espalda baja a pesar del aire acondicionado.
—Prisca —la voz de Gedeón me hace alzar la mirada. Mi hermano está serio. La mandíbula apretada. Su reloj brilla con un reflejo dorado bajo la manga de su camisa negra. —Continúa.
Lo hago. Sigo con las proyecciones de retorno, los contratos firmados con el consorcio noruego, las pólizas ambientales activadas, las bonificaciones que mantendrán contentos a los sindicatos de trabajadores.
Sé que es impecable. Porque me pasé noches enteras perfeccionándo. Porque lloré de frustración cuando algo no cuadraba. Porque mientras tenía la prueba positiva de embarazo escondida entre los cajones del baño, yo escribía este informe. Este maldito y glorioso informe.
—En conclusión, si la perforación sigue en los ritmos estimados, para noviembre habremos recuperado más del setenta por ciento de la inversión inicial. Y si el oro en la tercera capa se encuentra en los niveles que estiman nuestros técnicos, para marzo del próximo año, esta mina se convertirá en la más rentable de todo el grupo Martinelli.
Silencio. No hay ni una respiración. Me giro con lentitud, dejando el control sobre la mesa. Azrael sigue sin decir una palabra. Inexpresivo. Como si no estuviera ahí. Gedeón, en cambio, suelta un suspiro. Uno de esos cargados de escepticismo que lleva años perfeccionando conmigo.
—Muy entusiasta, Prisca.
No me inmuto.
—No es entusiasmo, es proyección real basada en datos verificados, respaldada por el estudio de terreno y sustentada en los contratos de tecnología y los especialistas contratados —respondo con firmeza.
Él levanta una ceja.
—Sigues sin convencerme.
Aprieto los dientes por dentro. Me arden los pies metidos en esos tacones Manolo Blahnik que suelo amar. Ahora quisiera clavárselos a mi hermano en el pecho.
—¿Qué parte no te convence?
—La rentabilidad a largo plazo. Todo el plan depende de un solo terreno. Si algo falla, si no encontramos lo que esperamos, perdemos demasiado.
—No es un solo terreno —replicó—. Es un área tres veces más extensa que las minas anteriores. Y la maquinaria que hemos adquirido permite no solo perforar, sino hacer análisis de densidad en tiempo real. El margen de error es mínimo.
Lo dice porque me está probando. Porque siempre me prueba más que a los demás. Soy su hermana, sí, pero también porque fui yo quien pidió un lugar en esta empresa. Y ahora debo merecerlo.
Me enderezo.
—Te enviaré un desglose más detallado de la proyección de retorno —añado, con tono profesional—. Para que puedas revisarlo con calma.
Gedeón asiente. Azrael, al fin, habla:
—¿Y si el oro no está en la tercera capa?
La pregunta no es hostil. Es técnica. Pero su voz me atraviesa como un latido seco. Lo miro.
—Si no está ahí, el mismo análisis geotécnico muestra posibilidades altas en la cuarta capa. Los sensores ultrasónicos marcan la concentración. Y la maquinaria está preparada para eso.
Asiente una vez, sin cambiar de expresión. Sí, me he convertido en una jodida experta en extracción de minerales. Espero que al menos me lo concedan algún día. El resto del equipo guarda silencio. Nadie se atreve a hablar. Tal vez porque todos saben que hay algo bajo la superficie, algo que no tiene que ver con el oro.
Cuando termina la junta, veo a Gedeón levantarse primero, su silla arrastrándose con un chirrido que me recorre la espina dorsal. Ni siquiera me dirige una mirada. Sus pasos son firmes, arrogantes, seguros como siempre, cruzan la estancia mientras los otros, sus fieles consejeros, los perros bien entrenados que asienten a todo lo que dice, lo siguen como sombras obedientes. El último en irse es el tipo nuevo del área de fusiones, que apenas alcanza a lanzarme una mirada incómoda antes de bajar la cabeza y salir tras el amo.
Solo uno se queda.
Azrael.
El silencio es espeso, cargado de lo no dicho. Me atrevo a alzar la vista desde mis notas, aferrándome al bolígrafo con tanta fuerza que mis nudillos están blancos. Su presencia me invade. Está sentado al fondo, brazos cruzados, con la mandíbula tensa y los ojos fijos en mí como si pudiera verme por dentro.
Entonces se pone de pie lentamente.
—¿Qué? ¿Vas a decirme que está mal? Porque déjame decirte que estoy a nada de clavarle mis tacones a alguien. —Arqueó la ceja—. ¿Te ofreces como tributo?
Azrael camina hasta un costado de la mesa.
—Hazlo de nuevo. —Dice con esa voz grave que parece arrastrar oscuridad con cada palabra.
No hay juicio, burla o compasión en sus palabras. Solo esa orden fría.
Me sostiene la mirada apenas un segundo, como si eso fuera todo lo que merezco. Y se da media vuelta.
Lo vi salir. Su espalda recta, el traje impecable, la presencia que impone incluso cuando se va. Entonces sí, el silencio es total. Asfixiante. Como si el aire hubiera sido extraído de la sala. Me recuesto en la silla, por fin. Me suelto el primer botón de la blusa. El aire me da en la piel húmeda del escote.
Respiro hondo. Y entonces, me llevo una mano al vientre. Apenas un bultito imaginario. Un secreto que arde como el oro enterrado en la tierra. Como la mirada de Azrael y el juicio de mi hermano.
La noticia del embarazo me está matando por dentro y no puedo decirlo. No aún. Pensé en contárselo a mamá hace unas noches. Tenía las palabras en la punta de la lengua, y lo iba a hacer. Pero Gedeón se levantó, tomó la copa y anunció su compromiso con Vivian y entonces la mesa estalló en aplausos.
¿Y yo? Me tragué mi noticia. Me tragué mi miedo y mis ganas de vomitar. Como hago cada mañana. Me levanto con cuidado y camino hacia el ventanal. Desde aquí se ve la ciudad. Los rascacielos. Las calles. Las torres de perforación en la distancia.
Enojada conmigo y algo estresada por la situación, tomo mis notas, las carpetas con los estados financieros, las proyecciones, y camino directo hacia mi oficina. Las suelas de mis zapatos resuenan en el mármol del pasillo como si fueran golpes en mi estómago. Cada paso me revuelve más el cuerpo, y la presión detrás de los ojos amenaza con desbordarse.
Entro a mi oficina sin saludar a nadie e ignorando a Penny y sus pendientes. Cierro la puerta con fuerza, me quito los tacones de un tirón, casi tropezando, y voy al baño como si me persiguiera un ejército.
Me arrodillo justo a tiempo y vomito de forma violenta y dolorosa mientras me sujeto al borde del inodoro, con los codos temblando y las lágrimas involuntarias cayendo por el rostro, pienso que no es solo el embarazo. Era él. Eran ellos. Esa mesa llena de nombres que ven mi presencia como una ofensa personal.
Me tomó varios minutos para recuperarme.
Me senté en el suelo frío, con la frente apoyada en la cerámica del lavamanos, jadeando, sudando. Las náuseas ya no son físicas sino emocional. Me siento chiquita, relegada a la niña caprichosa que todos creían que soy, como si mis ideas no valieran nada más que el capricho hormonal de una Martinelli que no sabe dónde meterse.
Con las manos temblorosas me pongo de pie. Tomo el cepillo de dientes del estuche de emergencia en el gabinete, me enjuago la boca varias veces, hasta que el sabor metálico desaparece. Me cepillo los dientes con rabia, apretando tanto la mandíbula que creí que se me iban a quebrar las muelas.
Al alzar la vista, me enfrenté a mí misma en el espejo.
¡Dios! Estoy pálida.
Los ojos vidriosos, las ojeras marcadas, un mechón de cabello pegado a la frente por el sudor y el maquillaje corrido en las esquinas de los ojos, apenas perceptible, pero suficiente para delatar mi fragilidad.
Me sujeto del lavabo con ambas manos.
—No —murmuró, al borde del colapso—. No van a quebrarme.
No por nada era hija de mi padre.
Yo soy una Martinelli.
Me enjuago la cara con agua fría tres veces. Me peino nuevamente y maquillo, dando color a mis mejillas y suelto un suspiro largo y profundo, buscando aire donde no hay. Cuando siento que el temblor se calma, vuelvo a colocarme los tacones, me aliso la blusa y, con el estómago aún revuelto y la cabeza palpitando, me concentré en cada número como si fuera una herida abierta. Vuelvo a contrastar cada dato con los informes anteriores y ajusto las previsiones de retorno en relación con el escenario internacional del oro.
Me detengo solo cuando siento una punzada aguda en el vientre. Llevo una mano al abdomen con cuidado.
—Shhh… —murmuró, sin saber si hablo conmigo o con lo que llevo dentro. —Vamos a hacer que todos se traguen sus palabras, digo antes de continuar mi trabajo.
Respiré hondo y seguí.
Son más de las diez de la noche cuando reviso el archivo por última vez. Y por primera vez en todo el maldito día, sonrió. Me levanto de la silla, tomo el informe en una carpeta negra con el logo dorado de la empresa grabado en la tapa y lo dejo sobre la bandeja de documentación interna para revisiones de dirección.
Sabía que Azrael lo vería primero, me aseguraría de eso. Me giro hacia mi oficina, apago la luz y salgo, con los tacones resonando firmes sobre el mármol.
No soy la misma mujer que había entrado tambaleante al baño esta tarde.
Soy la hija de un imperio. Y por más que Gedeón intentara presionarme, yo no pienso ceder