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Enrique
-Euskadi, España-
(Dos días después)
Me encuentro recostado sobre mi cama, viendo mi anillo de bodas, ese que guardo celosamente en el cajón de mi mesita de noche, observando como la luz del sol hace que brille y como se puede leer perfectamente el nombre de Izel grabado en la parte de adentro. No puedo creer que le haya perdido el divorcio y, que dentro de unas horas, vaya a conocer a la mujer con la que me tengo que casar por que mi padres piensan que es lo mejor para mí.
―Soy valiente en amarte, Izel, no me dejes solo, ¿quieres?, es lo único que me mantiene cuerdo y en pie ― murmuro.
Todas las noches, cuando estoy solo, saco el anillo y me lo pongo en el dedo. Yo sé, tal vez es una locura, pero, me hace sentir seguro, amado, en control. Me hace imaginar que está conmigo, qué me acompaña y que cuando ella tomo sus anillos me está dando una caricia. La extraño tanto, pienso en ella en todo el día y es mi sueño más bonito por las noches; ojalá la pueda ver pronto.
―¿Joven Enrique? ― escucho mi nombre afuera de mi habitación ―¿ya está despierto? ― escucho el nombre de Aiden, el asistente de mi madre ―¿joven Enrique?
―¿Qué pasa, Aiden? ― pregunto malhumorado, por haberme interrumpido.
―Le trigo el traje azul que se va a poner hoy, ¿puedo pasar a dejárselo?
Entonces me doy la vuelta, levanto los libros que hay dentro del cajón, escondo el anillo y lo cierro. Me pongo de pie para ponerme el pantalón del pijama y camino hacia la puerta para abrirla. Aiden, entra de inmediato, con esa combinación de ropa que lo hace ver como una caricatura: pantalón, camisa, moño y tirantes que combinan. Al verme sonríe y luego va hacia el perchero que tengo en mi habitación.
Yo camino hacia el baño y tomo la bata que tengo colgada, para cubrir le dorso que lo traigo complemente descubierto, luego me dirijo hacia la ventana que justo da a la entrada de la casa. ―Aiden, te pido que le digas a Maggy que me suba el desayuno, lo tomaré aquí.
―Sí, joven Enrique ― me asegura ― también le comunico que dice su madre que recuerde que…
―Lo sé Aiden, no puedo olvidarlo.
―Por cierto, le llegó esto ― me dice, y me entrega un sobre.
Lo tomo, y al abrirlo veo que son los papeles del divorcio ya firmados por Izel. Por unos instantes veo su firma y juro que siento como la presión del cuerpo se baja y estoy a punto de desfallecer. Sin embargo, los guardo y se los regreso a Aiden ― dáselos a mi madre, para que los guarde en sus archivos.
―Esta es una copia, señor, su madre me pidió que me asegurara que usted lo recibiera.
―¡Ah!, entonces ― digo, y lo aviento al bote de basura que está en la habitación ―dile a Maggy que me traiga el desayuno acá, quiero comerlo solo ― repito, en un tono de mando que últimamente se me ha dado.
―Sí, señor.
Aiden sale de la habitación y yo me siento en el sofá para cerrar los ojos y tratar de pensar. Solo espero que Izel haya tomado el dinero y que ya esté volando de regreso a España para pronto poder verla, aunque esta vez, no podamos estar juntos de la manera en que deseamos.
[…]
-Tres horas después-
Como si estuviéramos a punto de recibir a la realeza, nos encontramos de pie en la escalera de la casa esperando por la familia De Sanz, que ha viajado desde Francia para estar aquí y presentar oficialmente a su hija como mi prometida. También, dentro de unos días, mi familia hará una cena donde anunciarán la fecha, la hora y el momento en el que me casaré con ella. Odio que hagan eso, ¿qué no puedo casarme y ya?, ¿por qué no puedo solo casarme y ya?
―Saben que no me gusta la gente impuntual ― dice mi madre, mientras ve su reloj de pulsera.
Mi hermana Nuria, quien se encuentra a mi lado, me ve por el rabillo del ojo tratando de llamar mi atención. Desde que discutimos hace tiempo atrás no le he vuelto a dirigir la palabra. Ella, al principio, pensó que se me pasaría, pero después de unas semanas supo, que mi ley del hielo iba en serio, y que así seguirá.
―¿Dónde están?, ¡qué no ven que tu padre no puede estar mucho de pie! ― reclama mi madre.
―Tal vez se arrepintieron de casar a su hija con un hombre como yo ― respondo, para luego sonreír.
―Vales millones, Enrique de León, ninguna mujer te rechazaría, por más imbécil que te comportes ― responde, y yo vuelvo a reírme.
―¡Ay madre!, eres toda una dama.
Aiden entra por la puerta y con voz agitada nos dice ―¡ya están en la puerta!
―Bien ― responde y voltea a ver a mi padre ― trata de no agitarte Enrique, para que uses el oxígeno lo menos posible.
Niego con la cabeza porque no puedo creer lo que estoy viendo. Mi madre sí que puede llegar a ser el terror de todo y de todos; aún no entiendo qué ser superior le dio este papel.
Entonces, escuchamos como un auto llega en frente de la puerta y Aiden la abre para poder ver todo el panorama. Ahí está, la familia que se unirá a la mía por mi matrimonio con su hija, haciendo parecer esto una novela del siglo pasado donde se casaban por contrato. Mi hermana se voltea para arreglarme la corbata y yo le tomo la muñeca con la mano.
―No ― respondo y se la bajo con delicadeza.
―Tu corbata…
―No ― respondo de nuevo y sigo viendo hacia el frente.
Momentos después una familia de tres, los De Sanz, se presentan ante nosotros con una sonrisa. Los observo a todos, el padre, Mauricio de Sanz, un hombre regordete que me hace pensar en un cantante de ópera por el bigote que tiene, trae una camisa cuyos botones están a punto de explotar. Su madre, Silvia Romero de Sanz, es una mujer tan delgada y pálida que apenas se ve y finalmente, está Carolina, su única hija, que tiene el cabello rubio, ojos azules piel blanca casi como la leche y una figura esbelta.
Nos sonreímos entre nosotros y es mi madre quien como siempre toma la iniciativa de hablar ―¡Bienvenidos, a nuestra casa!, espero que el viaje no haya sido pesado.
―Lo fue ― contestó el padre y luego se dirige a mi madre para darle un beso sobre el dorso de la mano ― Señora Andrade, es un gusto que ya estemos aquí. Le presento a mi esposa Silvia y a mi hija, Carolina.
Mi madre sonríe a ambas y las dos asientan con la cabeza pero no dicen nada, lo que se me hace sumamente raro. Mi padre da un paso al frente y le da la mano ― Mauricio, un gusto tenerte aquí, socio.
―El gusto es mío.
―Ella es mi hija, Nuria de León ― mi hermana da un paso hacia adelante y le saludo con un apretón de manos y un movimiento de cabeza a Silvia y Carolina ― y él, mi hijo, Enrique.
Esbozo una ligera sonrisa a las dos y luego le doy la mano al padre de Carolina. Él de inmediato la aprieta y me jala hacia él para que me estreche con fuerza ― ¡es un hombre fuerte!
―Y decidido ― agrega mi madre. Juro que escuchar eso me hace sentir raro, ya que nunca salen estímulos positivos de su parte ― te aseguro, Carolina, que serás muy feliz con él.
―Gracias, Señora ― responde Carolina y me ve a los ojos ― yo también lo espero.
―Pues bien, las introducciones están hechas ― comenta mi madre ― ahora, vendrá el compromiso y dentro de un mes el matrimonio entre ellos dos.
―Parece que ya lo tienes todo planeado, madre ― le digo y ella voltea a verme
― Alguien debe hacerlo, y cuando tú lo haces, no sale como se esperaba ― dice entre dientes ― en fin, Enrique y Carolina se casarán en la Catedral de Santiago y la fiesta será aquí. Está hecho. Ahora, ¿pasamos a la sala?, tenemos mucho que arreglar entre todos.
Mi padre toma a mi madre del brazo y luego se dirigen hacia la sala, seguidos de Mauricio y Silvia y atrás Carolina, Nuria y yo. Mi hermana se adelante y quedamos los dos solos atrás, ella me sonríe tímida.
―Supongo que… ― y me ve el brazo.
―Supongo ― respondo, para ofrecerle mi brazo y hacer que ella camine a mi lado. Esto ya está planeado, al parecer, dentro de un mes ella y yo seremos esposos…