Pippa prácticamente brilló. Era precisamente lo que necesitaba para fortificar su autoestima antes de enfrentarse a lo que probablemente serían cinco días de menosprecio de parte de su perfeccionista madre. Miré a Adam y me quedé inmóvil. —Pippa, ve a buscar tus cosas —la voz de Adam sonaba tensa. —Pero ya empaqué, papi, ¿ves? Mis maletas están junto a la puerta. —Pippa, haz lo que te pido, por favor. Plomo se asentó en mi estómago. El beso. Ese otro maldito periodista debió haber plasmado la imagen en todas las noticias. —Iré a ayudarla. —No. Necesito que te quedes aquí. Los ojos plateados de Pippa se nublaron con una expresión herida. Le disparé a Adam mi más severa mirada de maestra de escuela, la que comunicaba, «no más replicas con insolencia de tu parte, jovencito» —Déjame mo