Cuando llego a casa luego de un largo día de trabajo, mis pasos son más ligeros, pero mi mente sigue cargada de pensamientos oscuros. Abro la puerta, y lo primero que veo es a Leilah, sentada en el sofá con nuestro hijo en brazos.
Mi corazón se contrae de inmediato. Caminar hacia ella se siente como un bálsamo para mis heridas internas.
Me inclino y la beso, envolviéndola en mis brazos, como si al hacerlo pudiera borrar todo el dolor que ha sufrido, como si pudiera protegerla de cualquier cosa que se atreva a amenazar su paz.
—¿A qué se debe tanto amor? —pregunta ella con una sonrisa suave, sus ojos brillan con curiosidad—. ¿Estás de buen humor hoy?
—Algo así —digo con una sonrisa tensa que afortunadamente no nota.
Ella va a colocar al pequeño en su cuna, mientras pienso en todo lo
