El vaso de vidrio se siente frío contra mis dedos, y aún más contra mis labios secos. El agua está fresca, y, sin embargo, no calma la sed que se me ha instalado en lo más profundo del alma. No es una sed física. Es una ausencia de alivio. Un anhelo de aire puro que ya no sé si podré volver a respirar. Estoy sentada en el sofá de cuero de la oficina de Gedeón, con las piernas cruzadas, los hombros tensos y la mirada perdida en la biblioteca que ocupa toda la pared del fondo. Libros de derecho, filosofía, economía… Pero también hay novelas clásicas. Hay algo extraño en eso, al imaginar a Gedeón leyendo a Dostoievski entre órdenes de ejecución y transacciones ilegales. La contradicción me marea. Apenas hace una hora estaba enfrentándolo, intentando mantener mi postura, que no iba a dejarme