El pasillo del hospital está más silencioso de lo habitual. Tal vez es solo mi percepción, teñida por la sobrecarga emocional que arrastro desde la mañana. Camino despacio, con los pensamientos dispersos, como hojas sueltas arrastradas por un viento que no logro detener. He pasado las últimas dos horas junto a mi padre, acompañándolo en silencio mientras dormitaba en su habitación. Y aunque la noticia del alta médica al día siguiente ha traído algo parecido a alivio, mi cuerpo sigue en tensión, como si no se atreviera a soltar la guardia del todo. Apoyo la frente contra la puerta cerrada de mi consultorio por un segundo antes de empujarla y entrar. La atmósfera conocida del lugar me envuelve de inmediato. El leve zumbido del aire acondicionado, el color cálido de las paredes que yo misma