LXXV Ha transcurrido un mes, y nos hallamos en el dormitorio de sir John Chester. A través de la ventana entreabierta se descubre el jardín del Temple con sus verdes y frondosos árboles. Brilla a lo lejos el manso río, surcado por numerosas barcas cuyos remos levantan una lluvia de diamantes; el cielo es claro y azul, y el aire suave del verano penetra blandamente en la sala que llena de perfumes. Hasta la ciudad, la ciudad del humo y de la niebla, resplandece. Sus altos tejados, sus torres, sus cúpulas, comúnmente negras y tristes, han tomado un tinte pardo claro que es casi una sonrisa; todas las viejas veletas doradas, las bolas y las cruces que se alzan sobre los edificios brillan al alegre sol de la mañana, y a mayor altura sobre todos los demás, descuella la iglesia de Saint Paul, o