El día después fue muy extraño. A pesar de que coincidimos varias veces en la cocina o en alguno de los pasillos, con Martín no nos dirigimos la palabra en ningún momento.
Mientras desayunábamos como reyes, haciendo uso todavía de la última ida al supermercado sin mirar los precios ni las cantidades, sentados uno a cada lado de la barra de la cocina como si fuéramos dos desconocidos que coincidían en tiempo y espacio en la barra de cualquier bar de franquicia, sonó el timbre. Yo no me moví y él tampoco lo hizo.
Cuando el timbre sonó una vez más, tampoco me moví pero esta vez él sí lo hizo e instantes después de que vi por el rabillo del ojo que desaparecía por la puerta que conectaba la cocina con la sala, escuché la voz de su madre, quien entró a la sala pidiéndole explicaciones por oca
