Sus ojos son un par de espejos de mi propia frustración, están opacos como nunca antes los había visto. Las sombras que rodean sus pupilas traspasan mi delgado escudo y lo destrozan sin piedad. Reconozco la decepción en ellos, el dolor escondido y la repugante sensación de traición que reflejan con cada segundo que transcurre sin que él diga nada. No lo culpo en realidad ¿cómo podría? Tiene todo el derecho para sentirse utilizado, engañado y, ¿por qué no?, furioso también. Es natural que él me mire de esa forma. Me encojo sobre el sofá porque sé que es la misma mirada que reconoceré en todas las personas que me rodean. No obstante esa dura realidad, intento mantener la espalda erguida ante él. No se supone que sea el momento para echarme a llorar de nuevo, menos con él porque estoy se

