Angelica White Abro los ojos con pereza y me toma unos segundos recordar dónde estoy. Pero no me asusto, no esta vez. La luz que entra por la ventana es dorada, suave, casi irreal, y la cama me abriga como si no quisiera soltarme. Hay una calidez íntima en todo, en las sábanas desordenadas, en el aroma a madera y café que flota en el aire. El cinturón yace en el suelo, enroscado como una serpiente exhausta, un testigo descarado de lo que pasó anoche, de lo que me hizo, de lo que le permití hacerme. Me estiro y todo mi cuerpo protesta, una mezcla exquisita de dolor y satisfacción que me hace sonreír. Sigo desnuda. Marcada. Satisfecha. Jodidamente feliz. Hasta que asimilo que Curtis no está en la cama y, por un segundo, la soledad me roza el pecho. Me incorporo, envuelta apenas en el r