Te caíste para levantarte, ¡pues levántate!
Con un abrigo hasta las muñecas y con cuello de tortuga, decidió bajar al fin. Sobando sus brazos, entró al comedor, donde estaban su madre y hermana.
—Hola. —susurró sin voz. Se sentó sin dejar de cruzar los brazos y miró a su hermana y madre.
Solo tenías que verla, para saber que estaba acabada, que aquella brillante e inteligente chica animada, había muerto, aquel veintiocho de julio. El día de sus quince.
—¿Cómo estás?—preguntó su hermana. No pudo evitarlo hacerlo, aunque sabía que no era lo mejor.
Encogió los hombros sin ninguna expresión.
—No lo sé, la ducha se volvió mi segundo refugio —confesó.
—Tal vez si salgas, te sientas mejor —comentó Verónica.
Ella negó inmediatamente.
—No, no quiero salir, estoy bien aquí —respondió con rapidez y miedo en su mirada.
Verónica extendió su mano y apretó la de ella.
—Tranquila, no tienes que hacerlo. Come ¿vale?—Con una sonrisa le indicó con la cabeza su plato.
Victoria soltó un bufido captando la atención de sus hijas. Llevaba ambas manos en su cabeza mientras, tenía la cabeza gacha.
—Tienes que comer, llevas dos días ahí. Sé que es un gran esfuerzo que estés aquí pero, te puedes enfermar y es lo que menos necesitamos ahora —. Alzó la cabeza y dejó ambas manos bajo su mentón mirando a su hija.
—Ahora soy doble carga ¿no?—Sus ojos posaron sobre su madre, tristeza, pena y dolor, era lo único que definía su mirada.
—Paula, ¿cómo dices eso? Dios, solo quiero que comas —. Victoria señaló el plato que estaba en frente de su hija. —. Estamos preocupados por ti, y la situación no es fácil.
—Lo siento —. Juntó sus labios formando una línea, y parpadeó varias veces antes de apartar la mirada. —. Sé que soy un problema, traten de negarlo no…
—Te prohíbo que vuelvas a decir eso —advirtió Victoria molesta.
Removió el tenedor en su plato, con la cabeza gacha. Su mente estaba en blanco, no tenía en qué pensar y tampoco quería hacerlo.
—No traten de obviarlo, que lo llevo plasmado en mí —susurró y al fin llevó un bocado a su boca.
Verónica mantuvo su cabeza gacha.
—Lo sabemos, y no sabes cuánto daríamos por quitarte ese dolor, sanarte o haberlo impedido —dijo mirando su plato.
Comió la mitad de su plato, y luego alejó esta de sí.
—Estaré en mi habitación. —informó. —. Estoy bien.
Su madre habló antes de que subiera:
—Cariño, apenas bajaste a desayunar, puedes al menos quedarte abajo por un rato. No has estado abajo ni quince minutos.
—Allí me siento bien.
No dijo nada más, solo subió nuevamente a su habitación, donde se encerró como la costumbre que había empezado. Con la mirada fija en la ventana, se sentó sobre su cama pegando su espalda a la cabecera de esta.
Repentinamente sus ojos cayeron sobre su biblia, esta estaba sobre su escritorio, al borde. Se paró de la cama y caminó hacia su escritorio, extendió su mano para tocarlo pero la alejó. La miró con repugnancia, y la apartó de su vista estampándola contra la pared.
—¡Tu no me quieres, Dios!—gritó. Entre lágrimas y sollozos, cayó al suelo, abrazó sus brazos, con lágrimas brotando y su alma gritando, se apretó con tanta fuerza que su piel ardió.
—No lo haces —Su voz apenas era audible. —. No me quieres. Siempre te he sido fiel, no digo que soy santa pero, no he hecho nada malo, acepté que me quitaste a mi padre, ahora esto. ¿Qué más?
Levantó la cabeza, y miró su biblia en el suelo.
—¡¿Qué más?!—Soltó un grito desgarrador. —. ¿Qué más quieres de mí?
Arrastró la letra «i» tocando su cuello, la sequedad en su garganta se hizo presente, trató de tragar saliva pero le fue imposible. Se desplomó en el suelo, y respiró agitada y con dificultad. Su cabello se regó en el suelo, aún destrozada, lucía hermosa pero, por dentro rota.
[...]
Lejanamente, escuchaba una voz, que se repetía continuamente.
—Escúchame —Sintió el suelo moverse, como si hubiese un terremoto.
—Escúchame —Volvió a escuchar la voz pero, esta vez con más intensidad y volumen.
—Papá —susurró espantandose.
Abrió los ojos, y seguido levantó la cabeza del suelo.
—¿Me escuchas? Paula, ¿me escuchas?
Con la vista borrosa, vio a su madre muy lejos y doble, cuando su madre estaba frente a ella, sosteniéndola, y no tan lejos como ella lo veía. Se había desmayado, y apenas podía ver bien.
—Cariño, estoy aquí —dijo Victoria viéndola confundida. Tomó el rostro de su hija entre sus manos, hizo que la mirara fijamente a los ojos.
Cuando su vista estuvo nítida, sonrió al ver el rostro de su madre, y ligeramente le tocó el rostro de su madre.
—Te veo, mamá —Sonriente, acarició la mejilla de su madre.
—Hay, mi chiquita —Con lágrimas en los ojos, abrazó a su hija. —. Todo estará bien —. Besó la cabeza de su hija.
—Se siente feo —Fundió la cabeza en el cuello de su madre.
Esta la alejó, y le tomó el rostro entre sus manos nuevamente.
—No sabes cuánto me duele, lo siento tanto mi pequeña —dijo entre lágrimas.
Fijó sus ojos en los de su madre, y seguido se echó a llorar en sus brazos. Era lo que había hecho aquellos dos días que habían pasado, y seguía haciéndolo. Lo sorprendente era, que aún así, siempre le quedaban lágrimas.
Quería, anhelaba, lo deseaba más que a nada, sentirse mejor, limpia como antes, alegre y encantadora. Pero era solo eso, anhelo. Un anhelo.
No quiso ver a nadie, no aceptaba que la visitaran, y si aún así lo hacían, ella simplemente no bajaba.
A la mañana siguiente, fue la excepción. Mientras bajaba las escaleras, vio a la castaña de ojos verdes parada de espaldas a la puerta de su casa. Fue una sorpresa para ella, pues, no se lo esperaba, apartó sus rizos color miel, y corrió a abrazar a su amiga.
Fue uno de esos abrazos, que en vez de darte calor, acariciaban tu alma, y que increíblemente te hacían sentir mejor. Y que de alguna u otra forma, te daban un poco de gozo.
—Lo siento tanto —susurró Laura en un hilo de voz.
Se alejaron, y caminaron hacia la sala, donde se sentaron a charlar.
Victoria estuvo satisfecha, y feliz del pequeño avance, Paula no había hecho ninguna actividad, sólo encerrarse, y llorar, llorar hasta quedarse dormida.
Cuando se hubo hecho de tarde, Laura debía irse, Paula no protestó, le había regalado casi un día entero, aunque desde lo sucedido ella quería verla pero, simplemente no se sentía lista para recibir visitas, y a quien menos tenía el valor de ver, era a Thomás. ¿Acaso algo cambiaría? ¿Acaso iba a poder ser la misma con él? Su mente estaba llena de preguntas, y cosas negativas, solo eso. Tan fácil que su vida cambió de la noche a la mañana.
Sus pensamientos, su manera de ver la vida, su mirada, sus ojos. Absolutamente todo. Un solo error, la había convertido en aquello, en todo lo contrario a lo que ella era, ¿y acaso podía ella perdonar ese error que le quitó tanto, que la destrozó en mil pedazos, de la peor manera, que le arrebató tanto en una noche, una simple y sencilla noche?
—Adiós. —Agitando la mano, despidió a su amiga.
Habiendo cerrado la puerta, se alejó de esta con tristeza, se había sentido mejor, sí, pero, su dolor volvía, y a veces parecía volver para quedarse. Porque, por más que su madre hacía, su hermana, por más que ella misma hacía, nada cambiaba, el dolor no se iba, y los recuerdos eran tortura.
—¿Estás bien?—Escuchó la voz de su madre, y giró de lado para verla venir de la cocina.
—Am —pensó por un momento lo que diría. —. Sí, todo bien —Selló sus labios con una sonrisa.
La señora se acercó con pasos leves, se agachó un poco para estar a la altura de su hija.
—Yo no sé, no tengo la menor idea de por qué Dios dejó que esto pasara pero, te aseguro que debe haber un propósito, y que...Él, te va a sanar. Que cierre la herida, quien la abrió.
—¿Y sino que?—Se atrevió a preguntar.
—No dudes —Con una media sonrisa, la señora acarició la mejilla de su pequeña.
Ella no hizo más que asentir, subió a su habitación, y cuando hubo cerrado la puerta se pegó a esta de espaldas. Escaneó alrededor, buscando nada en general, sus ojos cayeron sobre su biblia, que se encontraba en el mismo lugar, al cual ella lo arrojó. Llevaba un pantalón Jeans azul, y un suéter muy largo, hasta su forma de vestir había cambiado.
Paseó su lengua sobre su labio inferior reseca, sin más preámbulo, decidió acercarse y recoger su biblia. La miró sin definición alguna, pasó su palma por encima de esta, quitando el poco de polvo que tenía. Quiso con todas sus fuerzas abrirla pero, no encontró el valor suficiente, y con desgano, la soltó sobre su escritorio.
Caminó hacia su cama, se sentó sobre esta, dando frente a la ventana. Observó su mesita de noche, y ahí estaba su libreta, debajo la de su padre. Tomó la suya, la cual tenía al margen un lapicero color azul.
«El diario de papá». Pensó al ver la segunda libreta.
Lentamente abrió la libreta, tomó su lapicero, y escribió.
Me arrebataste algo muy grande, pero dejaré que la culpa te castigue. 3172018.
Dejó la libreta en su lugar, entró a su baño, y antes de cambiarse se miró al espejo. Hubo partes de su cuerpo que al tocar le ardían pero, tristemente no se atrevía a mirar, le aterraba la idea de recordar.
Su pecho estaba lleno de rasguños, los cuales siempre trataba de cubrir. Independientemente trataba de no preocupar más a su madre, sentía que se había vuelto una carga grande, y prefería callar para no molestar. Cuando su madre moría porque ella le dijera cómo se sentía, que le dolía, que dejara salir todo aquello, en vez de acumularlo bien adentro.
—Mamá no puede ver esto —Se repitió a sí misma recogiendo su cabellera color miel oscuro.
Su pijama no le daba problemas, parecía perfecto para cubrir todo, su pijama consistía en un abrigo rosado claro, con la cara de pepa en medio, y un pantalón de algodón hasta los pies.
Regresó a su cama, y trató de dormir cerrando los ojos con fuerza, conciliar el sueño se le había vuelto una dificultad.
2:00 A.M.
Esos ojos azules intensos la aterrorizaban, gritaba, pataleaba, cerraba los ojos con fuerza mientras, negaba con la cabeza hundiendo esta en la almohada, y apretaba con fuerza las sábanas bajo su mano.
Arqueó la espalda, giró de lado, y gritó:
—¡No! ¡Por favor! ¡Mamaaa!
Su madre llegó inmediatamente, descalza, y preocupada a la habitación. La observó removerse en la cama, gritando, y pataleando.
—Linda —Golpeó la mejilla de su hija levemente, pero esta solo cerraba con más fuerza sus ojos. —. Paula abre los ojos, estoy aquí, chiquita.
Abrió los ojos de golpe, su cara estaba empapada en lágrimas, su respiración agitada. Trató de hablar, quería decirle algo a su madre pero, simplemente no podía, su voz no salía. Jadeo en vez de hablar.
—Tu garganta está tapada, cariño —Le explicó su madre. —. Tose, vamos hazlo.
Sentía una cantidad mutua de xerostomía en su garganta, la cual trató de quitar aclarándose la garganta con dificultad. Respiró con fuerza, y poco a poco fue cobrando la respiración normal.
—Quédate conmigo —susurró cuando pudo hablar.
Su madre sonrió al escucharla, había hecho tanto esfuerzo, y el hecho de que su hija tuviera tantas ganas de decirle solo aquello, la conmovió.
—Claro que sí, mi pequeña —Le respondió, y seguido se acostó junto a ella.
—Yo también duermo con ustedes —Apareció Verónica en la puerta, sonriendo se metió a la cama, dejando a Paula en medio de ambas.