Las luces del piso veintidós ya están casi todas apagadas. Solo una sigue encendida, derramando un tono cálido sobre la oficina principal. Arlette continúa sentada detrás del escritorio, revisando una montaña de documentos que parecen no tener fin. El reloj marca las diez de la noche y el silencio es tan pesado que puede escuchar el zumbido del aire acondicionado y el leve roce de su pluma contra el papel. Ha pasado todo el día allí. Ni almorzó, ni cenó, ni siquiera levantó la cabeza cuando el último empleado se despidió. No soporta la idea de regresar a casa. Esa casa enorme, fría y silenciosa, que le recuerda lo sola que realmente está, pese a todo el lujo que la rodeaba. El sonido de un toque firme en la puerta la hace sobresaltarse. —Pase —responde sin levantar la vista. La puerta

