FAITH
Montada en su coche vi que Zed me había llamado, seguramente dudando de qué había sido de mi sábado noche sin él. Apagué la pantalla en cuanto Nate se sentó tras el volante. Si me era completamente sincera, no quería volver a casa y estar sola y comerme la cabeza dándole vueltas al teléfono entre las manos sin nada mejor que hacer que atiborrarme a helado.
—Suéltalo —lo escuché decir.
Le miré. Nate me devolvió la mirada bajo la oscura noche y casi sonreí. Creo que nunca dejaríamos de conocernos.
—Ha sido un poco desastre la cena, hemos vuelto a discutir.
Cuando sonrió, sentí que era la primera vez en toda la noche que estábamos de acuerdo en algo.
—Es lo que mejor se nos da últimamente —dijo.
Y ojalá no fuera así. Yo era consciente de que le saltaba al cuello a la mínima, lo llevaba haciendo desde que nuestra relación se empezó a ir a pique, y ojalá no hubiera sido así. Ojalá Nate nunca hubiera puesto el dinero por encima de lo que éramos. Tal vez si hubiéramos hablado más abiertamente sobre nuestras prioridades, podríamos haber encontrado un equilibrio, un punto estable de paz en el que hablar nuestros problemas. Sin embargo, decidimos no hablar, sino más bien discutir.
—No me gusta discutir contigo —confesé—. Me da pena ver cómo hemos terminado.
¿Qué pensaría Clara de mi? ¿Y si se enteraran mis padres? Los había abandonado por Nate y al final habían tenido razón: Nate y yo no éramos para toda la vida. Ya estaban decepcionados y lo estarían aún más. Ni siquiera podía imaginar cómo reaccionarían al saber que tenía un hijo, algo enrevesado y triste si pensaba en que yo siempre había querido una gran familia y en algún momento (cuando entró dinero en casa y antes de que nos fuéramos a pique) Nate y yo hablamos de tener más hijos para que Alan no estuviera solo.
—Para no gustarte siempre eres la que empieza —dijo, pero como no sonó a reproche, decidí tragarme las ganas de discutir por aquello también.
—Será porque haces cosas que no deberías.
—¿Cómo qué? —me retó.
La luz de las farolas de carretera le alumbraron el rostro. Era guapísimo, siempre lo fue. Algunos mechones se le alborotaban ondulados en la frente y su perfil masculino había ido rasgándose con el paso de los años.
—Como quitarle el sonido a mi teléfono.
—¿Y antes? —soltó, y la cabeza me dio mil vueltas sobre todas las respuestas que tenía a eso—. ¿Cuando todavía estábamos juntos?
—¿De verdad quieres hablar de eso? Porque tú me dejaste y ni siquiera me diste una explicación coherente.
Estuve semanas llorando porque me cogió por sorpresa que él fuera el que terminara lo nuestro. Me vi más sola que nunca viviendo en un piso pequeño (de nuevo), intentando mentalizarme de que lo poco que le daba sentido a mi vida era Alan.
—Me ibas a dejar tú de todas formas.
—Me parece que si empezamos a hablar de eso vamos a discutir y no quiero.
—¿Es que solo quieres discutir conmigo? Estamos hablando.
—Ya hemos hablado de esto.
—Quiero hablarlo otra vez —dijo mirándome. Arrugó el ceño y tensó la mandíbula—. Hablarlo enserio.
¿Hacía cuánto que no hablábamos enserio? Demasiado.
—Ojos en la carretera —dije sin más.
Nate giró en un par de calles que no iban a mi casa, sino a la suya. No comenté nada, ni siquiera cuando bajamos del coche y yo seguía hundida en su chaqueta que olía a él. Una señora mayor todavía deambulaba por ahí. Nate me la presentó y la tensión que había mantenido en la espalda toda la noche cesó un poco. Cuando ella se marchó, Nate me miró y debió verme la cara ansiosa.
—Sube a verlo.
Los tacones resonaron mientras aceleraba escaleras arriba, me los quité a saltos, estuve a punto de caerme de boca y la chaqueta de Nate se me cayó por el suelo del pasillo, pero llegué de una pieza. Alan siempre sería mi persona segura. Si él estaba tranquilo yo estaba tranquila. Crecía demasiado rápido y pensarlo me ponía triste porque yo también estaba creciendo y la vida me pasaba por delante con suspiros. Me agaché delante de la cama y dejé los zapatos por ahí a un lado, porque me habría quedado toda la noche sentada en el suelo mirándolo. Y puede que lo intentara, porque no sé cuánto pasó cuando sentí las manos cálidas y grandes de Nate sobre mis hombros.
—Le vas a dar miedo como se despierte. Vamos abajo.
Terminamos sentados en el salón, en los sofás frente a la chimenea encendida. Muchas noches me había sentado ahí mismo, de madrugada mientras Alan dormía, esperando a que volviera de sus fiestas. La cabeza se me estaba apabullando de recuerdos.
Sin preguntarme, me plantó una copa de alcohol delante. Pensé que sería lo mejor para afrontar la charleta. Se estaba sentando cuando me empezó a sonar el teléfono: Zed. Los dos vimos su nombre alumbrando la pantalla.
—No son horas de llamarte. ¿No había otro menos imbécil y con un par de huevos?
Le pegué un trago a mi copa para no resoplar, pero al final lo solté porque de alguna forma u otra, íbamos a hablar las cosas y creo que lo necesitaba. Entender por qué Nate no luchó más por nosotros era algo que necesitaba.
—Tú, pero empezaste a ser un gilipollas.
Ladeó la cabeza, intrigado, más de lo que me esperaba porque para mi era muy obvio su cambio y lo que nos pasó.
—¿De verdad crees que soy tan gilipollas? Sé sincera.
¿Sincera?
—Esta noche solo un poco, pero nuestros últimos años de relación lo eras demasiado —suspiré, ¿no habíamos hablado antes de eso?—. En el otro piso en el que vivíamos ya empezabas a ser un completo imbécil pero cuando nos mudamos a esta casa... Me parece que el dinero te cegó. No te iba bien que siguiera trabajando en el gimnasio, ni que echara de menos vivir en un sitio pequeño, ni que no quisiera una estúpida niñera o alguien que nos cocinara o limpiara...
—¿Y por qué coño querías seguir con la vida de mierda que llevábamos en aquel apartamento que era una caja de zapatos, Faith? Te prometí una buena vida y era lo que quería darte. ¿A ti eso no te entraba en la cabeza? —una parte de su voz sonaba enfadada, como todas aquellas veces que se enfadaba cuando le gritaba lo mucho que odiaba tener a una mujer haciéndonos la cena todos los días de la semana.
No era eso lo que quería. Mi buena vida no era el dinero ni el lujo.
—Creo que no teníamos el mismo concepto de "buena vida", y está genial que a ti te guste el dinero y fardar y tener veinte trajes en el armario; pero a mi no me gusta.
Se revolvió, y de alguna forma u otra cuando echó el brazo sobre el respaldo, sus dedos llegaron a tocarme el hombro y empezó a enredarse un mechón de mi pelo oscuro.
—¿Y qué te gusta? ¿Qué esperabas de mi?
Pudiendo notar los ligeros movimientos de sus dedos entre mi pelo, estuve tentada a decirle que lo que esperaba de él era justo eso: pasarnos las noches hablando de cualquier cosa estando allí sentados mientras me acariciaba. Podríamos haber recordado nuestra adolescencia juntos, las veces que me hacía saltar por la ventana de mi casa, o algo más adulto, como cuando se puso a llorar cuando le conté que estaba embarazada.
Yo quería eso, no estar tirada en un sofá de madrugada esperándolo a que llegara de sus fiestas.
—No lo sé —admití tras pensar—. Supongo que no esperaba que todo cambiara tanto. Echaba de menos lo que teníamos cuando no viajabas tanto y cuando no llegabas borracho y a saber qué más a las tantas de la madrugada mientras me quedaba aquí sola cuidando de Alan. Y tampoco me gustaba desconfiar de ti —confesé, por primera vez me lo admití a mí misma también.
Nate se puso tenso, dejó de jugar con mi pelo y frunció tanto el ceño... Como si hubiera dicho la mayor locura del mundo.