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1513 Palabras
ANASTASIA El domingo Lou y yo nos arrastramos por el apartamento con una resaca del copón. La cafetera hace un ruido que me taladra el cerebro, y Lou, tirada en el sofá con una manta hasta la barbilla, lloriquea como si le hubieran arrancado un brazo. Tiene el pelo hecho un nido y los ojos hinchados, y yo no estoy mucho mejor, porque el espejo del baño me ha devuelto una versión mía que parecía haber sido atropellada por un camión. —Tengo que dejar de beber —refunfuña Lou, hundiendo la cara en un cojín. —Llevas diciendo eso desde los diecisiete —respondo. Ayer nos pasamos con las copas en ese bar al que Lou insistió en ir, y aunque me lo pasé bien, ahora estoy pagando el precio. Mi cuerpo grita por agua, ibuprofeno y un día entero en la cama. Me dejo caer en el sillón frente a Lou, con la taza humeante en las manos, y trato de no pensar en lo mucho que me duele la cabeza. Ella levanta la vista, con un ojo entrecerrado, y me señala con un dedo acusador. —Todo esto es tu culpa. Se supone que eres la amiga responsable que me vigila. Me echo a reír. —Por lo menos me hiciste caso con lo de no irte con ese tío. —¿Cuál de los dos? —pregunta, con una ceja levantada. —Los dos —respondo, y le lanzo un cojín que esquiva con una risa. Luego viene el silencio cómodo de las resacas compartidas. Nos quedamos tiradas en el sofá viendo un par de películas, Lou sigue refunfuñando, pero entre sus quejas y mis burlas, el ambiente es ligero, como siempre que estamos juntas. Es de esas amigas que, aunque a veces me saque de quicio, hace que todo sea más fácil. Incluso un domingo de resaca. Pedimos algo de comer, unas pizzas grasientas que prometen devolvernos a la vida y, mientras esperamos a que eso pase, el timbre suena. Miro el reloj. Es pronto por la tarde, apenas las tres. Por un segundo, mi corazón da un salto, porque pienso que podría ser Leo. El estómago se me aprieta con expectación. —¿Tu novio secreto? —sisea Lou con ansia—. ¿El que te lleva a sitios ilegales y divertidos? ¡Sin mi! —Cállate, no es mi novio secreto. —replico, pero no puedo evitar la risa mientras me levanto de un salto del sofá, tropezándome con la esquina de la mesa por el camino. El dolor en la espinilla me hace soltar un improperio, pero no me detiene. Lou me sigue por detrás con urgencia, con esa cara de cotilla que pone cuando huele algo interesante. Sin embargo, cuando abro la puerta, no es Leo. Aunque el corazón se me desboca con alegría. —Ah, eres tú —musita Lou cuando ve a Trevor en el pasillo. —¿Esperabas a otra persona? —escucho que le replica Trevor. Yo ya estoy agachada en el suelo estrechando con cariño a mi hijo. Es pronto para que esté aquí ya, pero esto me deja el resto de la tarde para acurrucarme con él y ver películas con tranquilidad. Oliver me abraza con fuerza, sus bracitos apretándome como si no me hubiera visto en semanas, y su energía me saca una sonrisa que borra la resaca por un momento. —Hola, mi amor —lo besuqueo y él se ríe—. ¿Qué tal has estado? —Bien —me responde entre risitas, estrechándome con toda su fuerza—. Hola tía Lou. —Hola chiquitín. Ven, que te he guardado un helado de chocolate. Oliver entra como una mini-tormenta feliz al apartamento, directo al sofá donde Lou y él se hacen un hueco. Yo me enderezo frente a Trevor. —Pensaba que lo traerías más tarde. —Iba a hacerlo, pero tus padres estaban en mi casa y sé que no te hace gracia que Oliver esté con ellos —esponde, y no puedo evitar verme sorprendentemente agradecida por el gesto. Trevor y yo no nos llevamos mal, diría que es el rencor que le guardo por no haberme entendido, pero a veces, muy de vez en cuando, hace cosas que me recuerdan que no es un completo gilipollas. —Gracias —murmuro. —¿Tienes pensado hablar con ellos en algún momento? Están preocupados. Casi me río. Casi. Sí, claro, preocupados. Pero una parte de mi quiere entenderlos, o más bien tenerlos delante para gritarles a la cara. —No, por ahora, no quiero tener que lidiar con ellos. —Sé que no son perfectos —añade—, pero siguen siendo tus padres. —Y yo era su hija cuando me dejaron tirada en tu casa, Trevor. No han sido buenos padres así que no me da la gana ser buena hija con ellos. Trevor suspira, ese suspiro cansado que usa cuando no sabe qué decir, o cuando prefiere no discutir. Siempre lo usaba con sus padres. —Sólo lo comentaba... —Deberías preocuparte más por la relación tóxica que tienes tú con tus padres —digo con la voz más suave que puedo, porque no quiero que esto escale. Trevor frunce los labios, y por un segundo parece que va a decir algo más. Echo la vista al sofá—. Oliver, ven a despedirte de papá. Oliver corre hacia nosotros con la boca manchada de chocolate, todavía con medio helado en la mano. —¡Adiós, papá! —le dice con entusiasmo, abrazándolo por la cintura. Trevor se agacha, lo recoge en brazos unos segundos y le da un beso en la frente. —Pórtate bien, campeón —le dice, y Oliver asiente. Trevor me lanza una última mirada antes de marcharse, y yo cierro la puerta, apoyándome en ella un segundo para recuperar el aliento. Después, me tiro en el sofá toda la tarde con mi hijo y mi mejor amiga. --- A media semana parece que el tiempo en la cafetería va hacia atrás. Los clientes entran a cuentagotas, como si todo el mundo hubiera decidido tomarse el café en casa. Y no los culpo, va a empezar a diluviar en cualquier momento. Miro el reloj: las once de la mañana. ¿Todavía? Siento que llevo atrapada aquí dentro desde el lunes. Mi descanso empieza en unos minutos, y de repente se me enciende una bombilla. Leo. Su estudio no está tan lejos, a unas pocas calles, y la idea de escaparme a verlo me hace sentir un cosquilleo en el estómago. —¿Puedo salir a oler la calle durante mi descanso? Marta, que está sentada en una de las mesas leyendo una revista, se echa a reír. —Claro. Cojo mi chaqueta y salgo casi corriendo, como si tuviera quince años y estuviera escapándome para ver a mi primer novio. El aire está húmedo, el cielo gris, pero no me importa. Camino rápido, esquivando a un par de peatones. Tengo que usar Google Maps para llegar y descubro que el estudio de tatuajes queda a sólo siete minutos andando. Me siento extraña apareciendo aquí... Igual es un poco intrusivo. > El estudio está metido en un callejón, tiene los cristales tintados así que no veo nada dentro, y el cartel de neón está encendido con un rojo intenso. Cuando me animo a abrir la puerta, no hay un tintineo, no hay nada. Sólo un chico con el pelo corto y las puntas teñidas de rubio que me mira desde una pequeña recepción. Leo me ha hablado de sus amigos, de que trabajan aquí, pero ahora mismo no lo ubico. —Hola —me saluda, y deja de darle vueltas a un bolígrafo—. ¿Tienes cita? —No, yo... —Me siento un poco tonta de repente, como si hubiera irrumpido en un sitio donde no debería estar—. ¿Está Leo? El chico levanta una ceja, y una sonrisa lenta se le dibuja en la cara, como si acabara de entender algo. —Sí... —Se desliza del taburete y sale de detrás de la recepción con lentitud, sin dejar de mirarme—. Dame un segundo —dice, y sale casi corriendo por un pequeño pasillo. Me echo atrás, y veo que el chico, que es algo larguirucho, mete medio cuerpo dentro de una puerta. Aprovecho para ojear el estudio, que es pequeño, lo suficiente para darle una rápida pasada y pensar que es exactamente lo que esperaba: paredes llenas de dibujos, carteles de neón y placas de coches. —¿Stas? —La voz de Leo me saca de mis pensamientos, y doy media vuelta, sin poder evitar sonreír. Me agrada más de lo que me asusta sentirme de esta forma. —Hola —le saludo, como una completa y absoluta tonta. —Soy Alex —el chico larguirucho vuelve a sentarse en la recepción y nos mira como si fuéramos una comedia romántica—. Y estoy suuuuper encantado de conocerte por fin.
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