ANASTASIA
Cuando el teatro de marionetas se termina y los niños se desperdigan, Oliver salta por el césped con las mejillas infladas por la risa y el pelo revuelto.
—¿Podemos volver mañana, mamá?
—Creo que podemos hacerlo —digo, intentando acomodarle el pelo en su sitio. Es inútil. Mi hijo está radiante, sus ojos brillan como si el mundo entero fuera una aventura, y yo no puedo evitar sonreír.
—¡Bien! —hace un pequeño gesto de victoria y con ojos de cachorro me mira, y después a Leo—. ¿Podemos cenar pizza? Porfiiii, porfi.
—Conozco un sitio —dice Leo, inclinándose un poco, como si compartiera un secreto importante—. Y regalan juguetes a los niños que se portan bien.
Oliver me mira con una expresión que me suplica empezar a andar, y como soy una madre súper guay y todavía no quiero volver a casa, suelto una risita y doy luz verde.
El puesto de pizzas está al borde del parque, medio escondido entre árboles y luces colgantes. No hay mesas, solo bancos de madera que han visto mejores días y un par de taburetes altos frente al mostrador. Pero huele tan bien que me da igual. A Leo parece conocerlo el dueño porque le choca la mano con una sonrisa y le pregunta un poco por su vida.
—Es un cliente habitual en el estudio —me comenta Leo cuando nos sentamos en uno de los bancos de madera—. Es un buen tío. Y... —se rebusca en la chaqueta y saca dos pequeños juguetes de plástico y cuerda para Oliver—, me ha dado dos regalos para ti.
Oliver está que no cabe en su burbuja de felicidad.
—¿Qué se dice?
—¡Gracias! —no sé si se pasa de efusivo cuando le da un abrazo, y veo que Leo no tiene ni idea de cómo reaccionar, así que sólo le da un toque ligero en la espalda—. ¿Puedo jugar...?
—No, primero vamos a cenar y después juegas lo que quieras.
Leo le da otro toquecito, y ver lo raro que es me hace sonreír un poco.
—Hazle caso a tu madre y dejo que vuelvas a pasear a Koda de vuelta.
Las pizzas llegan rápido. Calientes, crujientes, deliciosas. Compartimos dos pizzas entre los tres y si no lo pienso mucho, se siente como si esto pasara a menudo. Como si ya estuviéramos acostumbrados a estar cerca sin pensar demasiado en ello.
—¿Y tú por qué tienes tantos dibujos? —curiosea mi hijo.
Leo le explica lo que son los tatuajes con más paciencia de la que esperaba de alguien como él, alguien con cara de pocos amigos y "dibujos" hasta el cuello. Y Oliver le hace tantas preguntas que deja de estar sentado a mi lado para sentarse al lado de Leo. Veo como se quita la chaqueta, como sus músculos se tensan... Es casi de noche pero la luz cálida de las farolas le alumbra de una forma tan atractiva...
Me veo a mí misma mordiéndome el labio y escuchando.
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Leo aparece por la cafetería dos veces durante la semana para robarme diez minutos y tomarnos un café. Lou intenta volver a encontrarlo pero siempre viene pronto, antes de que él aparezca, y yo todavía no quiero romper la burbuja de disfrutar a solas de una charla con Leo.
—Tienes esa cara —canturrea Marta cuando Leo acaba de irse.
—Mi cara, gracias.
Carla también se ríe, saliendo de la cocina con una bandeja de galletas recién horneada.
—Se refiere a la cara de ilusionada. La tienes mucho últimamente cuando ese hombre viene.
—Y cuando os mandáis mensajitos. No eres nada disimulada.
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El viernes por la tarde, Trevor recoge a Oliver del colegio, y tengo esa punzada incómoda en el pecho. Sé que Oliver estará bien —su padre le quiere—, pero no puedo esperar el momento en el que Trevor sea capaz de dejar a sus padres atrás y salir por fin de esa casa. Nuestro hijo está creciendo y no quiero rodearle con gente que es capaz de lavarle el cerebro.
Estoy ordenando los libros de Oliver en casa, cuando me llega un mensaje de Leo.
LEO: Te recojo a las 12
ANASTASIA: ¿Mañana?
LEO: No.
LEO: En tres horas.
Ni siquiera le pregunto. Tengo que ducharme, ver qué ponerme y verme... bien.
Cuando salgo del baño, envuelta en la toalla, me planto frente al armario. No quiero parecer demasiado arreglada ni demasiado casual. Me siento como una adolescente frente a su primer "¿quieres salir conmigo?". Y quizá en parte lo soy. Hace mucho que no salgo con alguien que me guste de verdad.
Doy mil vueltas a mi ropa hasta que me meto en unos pantalones de cuero y una camiseta de manga larga blanca. Después, me tiro algo más de media hora perfeccionando mi maquillaje. Un poco de delineador, un toque de labial rojo que no suelo usar, y el pelo suelto,
Son las doce en punto cuando el timbre suena. Abro la puerta, y ahí está, con esa chaqueta de cuero que me vuelve loca y el pelo perfectamente alborotado.
—¿A dónde vamos? —Debería haberlo preguntado antes.
—A que salgas de casa.
Estira la mano para cerrar la puerta de mi apartamento detrás de mi, después, su mano cae en mi cadera y me guía al ascensor.
Fuera, me lleva a su coche, un semideportivo reluciente, que suelta un rugido grave cuando lo arranca.
Leo conduce hasta un polígono medio abandonado en las afueras, un descampado iluminado por faros y focos improvisados, lleno de coches, motos y una multitud que grita y vibra con adrenalina. El aire huele a gasolina y goma quemada, y el ruido de los motores me golpea el pecho.
—¿Por qué estamos aquí?
Leo se quita el cinturón y se tira contra el asiento, mirándome. Creo que intenta descifrar si estoy espantada con la idea.
—Vengo algunas noches para ganar dinero extra.
—¿Y ésta es tu idea de sacarme de casa?
Entonces, desabrocha mi cinturón.
—Te lo vas a pasar bien. Confía en mi.
Salimos del coche y enseguida noto la vibración del suelo, como si los motores rugieran directamente bajo mis pies. Hay grupos de gente apoyada en capós, fumando, riendo, bebiendo de botellas de plástico con algo que claramente no es agua. No me siento exactamente en peligro, pero sí fuera de lugar.