ANASTASIA
Estoy limpiando la máquina de café, con el delantal manchado de espuma y el moño a punto de deshacerse, cuando Lou entra como un torbellino, con esa energía suya que parece capaz de despertar a un muerto. Lleva días con la misma misión: ver al “vecino tatuado buenorro” del que no para de hablar desde que le conté lo del fin de semana, y desde que Clara y Marta le cotillearon que había estado aquí.
—¿Va a venir o qué? —pregunta Lou, apoyándose en el mostrador con una sonrisa que es mitad curiosidad, mitad travesura.
—No va a venir solo porque tú lo invoques —le digo. Echo un vistazo a Clara, que está limpiando una mesa sospechosamente cerca, y a Marta, que finge rellenar el azucarero pero no quita ojo—. Os estáis volviendo locas.
—¿Pero de verdad es para tanto? —curiosea Lou.
Marta se sofoca con dramatismo.
—¡Ni te lo imaginas! No entran ese tipo de hombres en lugares como este.
—Hija, podrías ser su madre así que no te sofoques.
—Y tú su abuela —contraataca Marta, y yo tengo que morderme el labio para no reírme mientras Lou me mira como diciendo “esto es un circo”.
Verlas tontear juntas siempre me hace echar de menos tener una relación así con mi madre. Bueno, si es que en algún momento la hubiera tenido.
—Entonces sí que es para tanto —dice Lou, volviendo al ataque—. ¡No me puedo creer que no le hicieras una foto!
—Vete ya —le digo, riéndome, y la empujo suavemente hacia la puerta.
Para cuando termino de limpiar la cafetera y la dejo brillando, Lou ya se ha ido, no sin antes prometer que volverá a intentarlo mañana. El local está tranquilo, solo queda un hipster en la esquina con su portátil y Clara y Marta se han colado en la cocina para dejar más repostería lista. Me quito el delantal un segundo para respirar, y justo entonces suena la campana de la puerta.
Igual sí que lo hemos invocado. Es Leo. Con su chaqueta de cuero ajustada a los bíceps, los vaqueros que le cuelgan por las caderas, y todos los tatuajes que le sobresalen por la piel. Marta tiene razón: no es el tipo de hombre que entra un sitio como este.
A Lou le va a dar algo cuando se lo cuente, y el pensamiento me hace reír.
—¿Te hago gracia? —No tiene ni idea de lo guapo que está o, peor aún, lo sabe perfectamente.
—Me he acordado de algo. ¿Cafés para el estudio?
Ya estoy atándome el delantal otra vez cuando ignora mi pregunta.
—Sólo para mi, y otro para ti, si tienes tiempo.
Miro el reloj. Tengo unos minutos de descanso, y el local está lo bastante tranquilo como para tomármelos ahora. Ni siquiera me lo pienso mucho.
—Puedo darte diez minutos. Deja que avise. —Me asoma a la cocina, madre e hija están entretenidas amasando con conciencia—. ¿Puedo cogerme mi descanso ahora? Está aquí.
Clara levanta la cabeza como un suricato, y Marta suelta un “¡Ve, ve!” que suena más a orden que a permiso. Sé que van a estar cuchicheando en cuanto cierre la puerta de la cocina, pero me da igual. Preparo dos cafés bien cargados, cojo pasteles de crema, y señalo una mesa en el rincón, lo más lejos posible de sus oídos curiosos.
—¿No trabajas hoy? —curioseo.
—Tengo un hueco en la agenda —le da vueltas al café, y baja la mirada un segundo antes de devolverla a mis ojos—. Y quería verte.
Siento un calor que me sube desde el pecho hasta la cara, y no sé si es por el café o por la forma en que me mira. Me remuevo en la silla, intentando mantener la compostura. No me incomoda, todo lo contrario, pero hace que me pregunte si tiene real idea de lo que significa lo que sea que esté intentando.
No soy la vecina sexi que se pasea medio desnuda por su apartamento, ni la que se pasa horas teniendo sexo desenfrenado porque no tiene más responsabilidades. No soy eso. La mayoría del tiempo soy la Anastasia que corre de un lado a otro con su hijo, que madruga para llevarlo al colegio y se pelea con las facturas.
Pero seguramente a Leo no le importe una mierda esa versión de mi.
Y por eso no lo menciono.
—Por aquí hay gente que también quería verte —yo, sobre todo—. Las vuelves locas.
Efectivamente, mi jefa y su hija están mirándonos desde el mostrador. Las dos fingen volver a lo suyo, pero es tarde, las hemos pillado.
Leo coge aire, se le infla el pecho mientras se estira y se pasa las manos tatuadas por el pelo.
—Es un halago, pero sólo vengo aquí por la rubia que tengo delante.
—¿No por el café? —bromeo.
—Sabe mejor cuando lo prepara una chica guapa.
Me río, porque es un descarado, y me gusta que lo sea.
—Anda, cuéntame, ¿qué tal en el estudio?
Leo me habla de sus tatuajes, de los bocetos que hace y me los enseña. Entonces recuerdo que tengo algo para él.
—Oh, espera —me saco el móvil del bolsillo de los vaqueros y muevo mi silla más cerca suya—. He encontrado esto... Sé que odias los tatuajes sacados de Internet, pero es para inspiración. ¿Qué te parece?
En la pantalla hay un pequeño dinosaurio, trazado con líneas finas y simples. Tiene una carita redonda, una cola curva y dos patitas torpes. Es de los primeros tatuajes que me aparecieron in Google al buscar. ¿Y qué mejor que un dinosaurio? Oliver los ama y le pareceré la madre más guay del mundo si le digo que es permanente.
Leo se inclina hacia el móvil, y de repente estamos tan cerca que puedo oler su colonia.
—Puedo trabajar con esto.
Intento no pensar en cómo su brazo se deja caer en el respaldo de mi silla, y en como sus dedos me acarician el hombro distraídos.
Para cuando quiero darme cuenta mis diez minutos han pasado hace otros diez, y empieza a entrar gente. Algo reticente me alejo, Leo me mira, pero me acomodo la ropa.
—Estos han sido los minutos que puedo darte, tengo que volver al trabajo.
Él también se levanta, alto e imponente a mi lado.
—Yo también debería volver a lo mío.
Cuando nos despedimos y él sale por la puerta, me escucho suspirar como una tonta. Algo que no debería pasar. > Pero no puedo evitarlo.