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1732 Palabras
ANASTASIA La cocina huele a ajo, queso fundido y esa salsa de tomate que he perfeccionado con los años. Leo está a mi lado, cortando cebolla con una precisión que no me esperaba de alguien que parece más cómodo manejando una máquina de tatuar que un cuchillo de cocina. Cada vez que lo miro, con el pelo revuelto cayéndole sobre la frente y esos tatuajes asomando por el borde de su camiseta, siento un cosquilleo que no sé si es por lo agotada que estoy o porque este hombre me gusta demasiado. Su presencia ha invadido mi apartamento, y he dejado entrar a Koda, que está echado contra el sofá porque Oliver no le suelta. Parecen amigos viendo una película de dibujos. —Entonces, ¿no has pegado a la vieja? —se cerciora Leo, e imaginarme haberlo hecho me saca una sonrisa. —No, soy muy pacífica en realidad. Le he sacado el dedo. Leo se echa a reír, apartándome de los fogones cuando vierte la cebolla y se impone en la cocina. —Sí, súper pacífica. Le lanzo un trapo de cocina, que él esquiva con facilidad. Me apoyo en la encimera, cruzándome de brazos, y lo observo. Hay algo en la forma en que se mueve, tan seguro, tan relajado, que me hace sentir que todo el desastre de hoy en el hospital se desvanece un poco. No sé cómo lo hace, pero estar cerca de él es como si alguien hubiera bajado el volumen de mi cabeza. —Me gusta mucho que estés aquí —confieso, y las palabras se me escapan antes de que pueda pensarlas demasiado. Pero no quiero retirarlas. Leo me mira, alcanzándome con su mano. Y yo dejo que me estreche contra él mientras su boca encuentra la mía. Es un beso suave, lento, de estos que podrían formar parte de una rutina. —Eres un peligro —murmura contra mis labios. Leo me suelta para terminar la cena y yo me asomo un segundo al sofá para ver que todo sigue tranquilo. Oliver está susurrándole algo a Koda, que lo mira con las orejas levantadas, como si entendiera cada palabra. De vuelta en la cocina pego un brinco sobre la encimera y me dedico a ser una observadora. Me arrepiento de haberle devuelto una camiseta para cocinar, debería haberlo dejado descamisado. —Va a ser verdad que eres un gran cocinero —comento al ver el resultado de la cena. Leo me mira con una sonrisa egocéntrica. —Se me dan bien muchas cosas. —Fanfarronear es una de ellas. La mesa está puesta, y los tres platos humean con esa mezcla irresistible de queso, tomate y especias. Llamo a Oliver para que venga. Se arrastra desde el sofá, con Koda pisándole los talones, y se sube a la silla con una energía que me alivia ver. Está mucho mejor, aunque todavía tiene los ojos un poco cansados. Leo sirve la pasta con una cantidad obscena de queso, justo como a Oliver le gusta, y me lanza una mirada que dice “te dije que era bueno en esto”. Se está ganando a mi hijo si es que no lo tiene ya. —¡Qué rico! —exclama—. Están mejor que los de la abuela. ¿Puedo comer más? —Primero termina con ese plato —le digo, limpiándole una mancha de salsa de la barbilla. —Y tienes de sobra para comer mañana también —le alienta Leo y Oliver le mira con la boca llena como si dijera "¡¿Enserio?!"—Ajá, hay una montaña enorme de pasta en la nevera. Yo los observo, con una sonrisa que no puedo contener, y siento algo cálido en el pecho, algo que no he sentido en mucho tiempo. No sé si es por lo agotada que estoy o por lo bien que se siente, pero no quiero que este momento termine. Cuando recojo los platos, Leo insiste en fregar, y yo dejo que Oliver me arrastre al sofá para usarme como almohada. Se acurruca en mi pecho, dos segundos y resbala al suelo. ¿Qué hace...? Giro el cuello sobre el respaldo del sofá para ver cómo camina hasta la cocina, dónde Leo enjuaga unos vasos, y le pilla por el dobladillo de la camiseta. —Ven a ver una película —le ordena. —¿Y vas a fregar esto tú? —Pues claro que sí. Mira hazte así —le enseña a secarse las manos pasándoselas por la camiseta— y vamos. Leo en su lugar se seca las manos con un trapo y se deja arrastrar a mi lado. Oliver trepa de nuevo a mi lado, acurrucándose contra mí, mientras Leo se sienta al otro lado, con Koda echándose a sus pies. —¿Cómo se siente que te dé órdenes un niño de cinco años? —me burlo, inclinándome un poco hacia él. —Bien —Leo me empuja por el hombro contra su cuerpo, y su boca se pega a mi—, porque la madre me lo compensa. --- Anoche recuerdo quedarme dormida en el sofá, pero me he despertado en mi cama, con Oliver a mi lado, y tapados con las sábanas. Hoy él no va al colegio y yo tampoco a trabajar. Holgazaneamos todo el día hasta que Lou toca el timbre como si la vida le fuera en ello. —¡Hola hola! Uy —frena, inspeccionando las mantas tiradas en el sofá, la película casi terminando, y nuestras pintas—. ¿Qué pasa aquí? —Hola tía Lou. —Hola, canijo —deja el bolso en el perchero con su abrigo y ya le tengo un café preparado—. ¿Va todo bien? La miro, señalando la cocina con la cabeza para que me siga. Quiero quejarme de muchas cosas, pero no delante de Oliver. No quiero que me oiga maldecir a su padre o a sus abuelos, aunque se lo merezcan. Nos metemos en la cocina, y Lou se apoya en la encimera, con el café humeante en la mano y esa mirada de cotilla que pone cuando sabe que hay drama. Suspiro, cruzándome de brazos, y me lanzo a contarle todo. Cuando llego a la parte en que le saqué el dedo a Margaret, suelta una carcajada que casi se atraganta con el café. —Me habría encantado verlo. Esa bruja se lo merece. Y Trevor también, por no tener cojones de enfrentarse a ella. —Ya... No sé cómo hemos llegado a este punto. Y no ve que lo mejor que puede hacer es independizarse. Lou deja el café en la encimera y me pone una mano en el brazo, con esa mirada suya que es mitad compasión, mitad “vamos a quemarles la casa”. —Esa gente es tóxica, Stas. No dejes que te hagan dudar de ti misma ni de lo buena madre que eres. Su forma de decirlo, tan directa, me recuerda por qué es mi mejor amiga. —Gracias por eso. A veces eres mi mejor animadora. —¿Sólo a veces? —Abre la boca y se golpea la frente—. Ah, claro, que ahora compito con un supuesto vecino buenorro. Y digo "supuesto" porque empiezo a creer que es un invento demasiado perfecto. —Es real —replico entre risas. —No lo sé porque nunca lo he visto. Pero entonces, como si el universo tuviera sentido del humor, suena el timbre. Lou me mira como si le acabaran de anunciar la segunda venida de Cristo. —¿Ese es él? —susurra, emocionada. —No lo sé, sigo aquí sentada, por si no te has dado cuenta. Bajo del taburete, y Lou me sigue de cerca oliéndome la nuca. Abro la puerta, y sí. Por supuesto que es Leo. Él debe de ver a dos chicas que estaban desesperadas por verlo. —¿Interrumpo algo? —pregunta, con un tono que es puro Leo: mitad burlón, mitad seguro de que no está interrumpiendo nada que no pueda mejorar con su presencia. Lou, que está detrás de mí, suelta un “¡Oh, Dios mío!” y se asoma por encima de mi hombro, inspeccionando a Leo como si fuera una obra de arte en un museo. —No, que va —respondo, intentando sonar casual—. Esta es Lou, mi mejor amiga. —Y estoy encantadísima de conocerte por fin. —Echo el codo atrás, directo a su estómago. Lou se dobla con una risita pegada a mi oreja—. Está más bueno de lo que decías. ¡Dios! Las mejillas se me acaloran. A Leo le aparece una sutil sonrisa y le brillan los ojos en mi dirección porque está claro que lo ha oído. —Lou, vete a ver a Oliver —le siseo con urgencia—. Ahora. Cuando se va entre risas y vuelvo a mirar al hombre que tengo delante, estoy muerta de vergüenza. —No le hagas caso... Exagera todo. —¿Así que no estoy tan bueno? > Me llevo las manos a la cara, ¿en qué momento...? Al dejarlas caer veo que esto le está divirtiendo mucho. —¿Has venido a torturarme? —En realidad he venido a ver cómo estáis. Su voz se vuelve más suave, y por un segundo deja de bromear. Echo al vista atrás a Oliver, que se ha quedado frito en el sofá; y Lou se ha sentado a su lado y no nos quita ojo. —Ha tenido algo de fiebre esta mañana, pero está mucho mejor. —¿Y tú? —sus dedos tatuados me acarician la mejilla, su pulgar roza mis ojeras y su tacto se convierte en una almohada—. Pareces cansada. —Estoy cansada —admito—. Podría dormir hasta el fin de semana. Su mano encuentra el camino por mi cuello hasta mi nuca, sujetándome para acercarme a su boca. Me besa los labios, y la mejilla después. —Te dejo que sigas cotilleando con tu amiga —me susurra—, que parece que le va a dar algo si sigo aquí. —Me vuelve a besar, esta vez la frente—. Te hablo luego. Efectivamente, al darme la vuelta Lou parece que está a punto de ponerse a chillar como una loca.
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