Esa tarde Olive Chancellor salió de casa y vagó largo rato junto a la orilla. Miró de un lado a otro la bahía, las velas que brillaban en el agua azul, destacándose entre la brisa y la luz; eran una fuente de interés para ella como nunca antes lo habían sido. Era un día que estaba destinado a no ser olvidado nunca; Olive sintió que era el día más triste, el más humillante de su vida. La inquietud y el pánico no la dominaban ya como en Nueva York, cuando Basil Ransom había llevado a Verena, para tratar de conquistarla, a pasear por el parque. Pero una carga infinita de angustia parecía pesar sobre su espíritu; sufría por la amargura de su propia melancolía, estaba aturdida y desolada por la desesperación. Se sentía demasiado fatigada para poder luchar contra el destino. Le parecía que casi