Un inevitable destino

La música se apaga de un segundo al otro. Se escuchan abucheos, algún que otro ruido de arcadas, risas y palabras arrastradas provenientes de detrás de mí. Sé muy bien quién es, así que no me sirve de nada girar, ya estoy bastante mareada como para moverme. —Quiero que todos escuchen la apuesta que tengo para mi amiga Agustina —dice ella y suelta un eructo ensordecedor. Arrugo la nariz en una mueca de asco—. Ella no quiere volver a su pueblito porque odia el campo, pero la reto a que pase los dos meses de vacaciones allí mismo. Estallo en carcajadas y niego con la cabeza, dándole el último trago a mi cerveza. Siento todas las miradas de los invitados puestas sobre mí, pero no logran intimidarme. Arrastrando los pies, giro para mirar los ojos oscuros de Delia. Su sonrisa se convierte en una mueca burlona mientras pasa sus dedos por su larga cabellera rubia. —¿Y qué gano si voy? —interrogo enarcando una ceja. Se encoge de hombros. —Unas buenas vacaciones. —Se ríe—. Y el respeto de todos nosotros, ¿o no, amigos? Nuestros acompañantes gritan como si estuviesen peleando por Esparta y resoplo. No puedo creer que un grupo de borrachos esté convenciéndome de aceptar la propuesta de mi amiga, quien también está borracha. Asiento con la cabeza con lentitud y me planto frente a ella para estrechar su mano. —Trato —digo. Delia aprieta fuerte mi extremidad y la música vuelve a sonar a todo volumen. A los veintiocho años estoy haciendo apuestas en una fiesta de fin de año con mi compañera de piso. ¿Es normal eso? Qué más da, prefiero seguir tomando para no recordar porqué es que evito a toda costa volver a mi pueblo. Espero que mañana mi amiga no recuerde esto, o la voy a pasar muy mal.