Capítulo 2: Bienvenida al infierno.

2104 Words
Bienvenida al infierno. Cuando Salvatore se une a mí en la recepción, mantiene una expresión estoica. Asiente en modo de saludo a algunos invitados y toma una copa antes de acercarse a mí a la mesa que compartimos, mientras que su padre se detiene en el escenario y llama la atención al ver a Salvatore detenerse a mi lado. —Hoy es un día impórtate para la familia Rossetti y Di Sante. Puedo decir que después de años de enemistad hemos dejado nuestras diferencias a un lado, —sonríe de forma enigmática—. Mauricio y yo hoy dejamos atrás las rencillas que ha envuelto a nuestras familias por años «Sí, como no.» Evito hacer una mueca y miro de reojo a mi padre que mantiene una falsa expresión de serenidad. —Hoy nuestros hijos se convierten en uno, —continúa— esta tarde he ganado una hija—. Levanta la copa y me da una sonrisa casi siniestra, —bienvenida a la familia, Helena Di Sante. Levanto la copa al igual que Salvatore y el resto en brindis. —Me gustaría invitar a la pareja a realizar su primer baile. Sé que ninguno quiere hacerlo, pero todos nos miran expectante. La sonrisa sarcástica en el rostro de Martina Di Sante, la hermana menor de Salvatore me molesta; así que tomo la mano que me ofrece Salvatore en silencio y avanzamos hasta el medio de la pista donde la banda empieza a tocar una suave melodía. El hombre no habla; de hecho, solo lo hace para decirme cosas desagradables. Así que disfruto del silencio. Una de sus manos se posa de manera firme en mi cintura mientras la mía descansa en su hombro. Nos vemos de hito a hito y por un segundo pienso en lo que estuvo haciendo en esa habitación y solo quiero dar un paso atrás. «Debo admitir que me da curiosidad. Podría serme útil» —Supongo que sabes bailar—, susurra en voz baja y fría sacándome de mis pensamientos. —¿Acaso crees que los Rossetti somos una banda de ignorantes? —Casi—, responde antes de empezar a movernos por la pista con una elegancia que me sorprende. Aunque está rígido y su cara es de pocos amigos, debo admitir que mueve los pies al compás de la música y lo hace muy bien. —No sabía que en los burdeles enseñaban a bailar, —me mofo y él me fulmina con la mirada, —¿qué? No me digas, herí tu susceptibilidad. Da una vuelta rápida haciéndome tropezar, pero no me deja caer, cuando lo veo, este tiene una imperceptible sonrisa en sus labios antes de volver al ritmo habitual. Alrededor todos nos observan y sé qué estarán pensando ahora mismo. «Somos un chiste.» Cuando la banda finaliza lo hacemos en perfecta sincronía y se escuchan aplausos alrededor antes de que la música cambia invitando a todos a la pista. Me alejo hasta la mesa antes de pensarlo y a mitad del camino me detengo cuando tres figuras se interponen frente a mí. —Eso fue entretenido. Se te da muy bien fingir, eso debo admitirlo. Martina Di Sante está parada frente a mí llevando un elegante vestido negro, largo, escote en V, sé que no está feliz por esto, peor no es la única. Miro a la mujer flanqueada por dos mujeres. Los ojos azules de Martina, iguales a los de su padre, me estudian con desdén. Sorbe de su copa y tuerce el gesto. —Creo que Salvatore no merecía ser sometido a esta humillación, —habla una de las mujeres que ha estado en silencio, lleva un elegante vestido en rojo estilo años cincuenta, largo, su cabello cobrizo está sujeto por una horquilla. —Eso mismo le dije a Martina —secunda la otra mujer, esta es rubia, lleva un vestido blanco, sé un solo hombro y sus ojos me ven como si quisiera arrancarme la cabeza. Arqueo la ceja y se aclara la garganta, —pero entiendo el sentido del honor de Salvatore. —Mis amigas Paulette y Eva, —señala respectivamente a cada mujer que acaba de hablar, ambas amigas cercanas. Por supuesto. —Eva, ¿no? —hablo a la mujer y asiente— dices que Salvatore tiene sentido de honor? —Miro a Martina con una sonrisa antes de inclinarme un poco— los Di Sante no saben que es el honor, permiso. Me alejo de estas y vuelvo a mi lugar. Miro a las tres mujeres, y me doy cuenta de que las amigas de Martina son igual que ella, fastidiosas. El resto de la fiesta es casi tortuosa, apenas como algo de la cena y cuando llega el momento del cortar la tarta respiro aliviada cuando ninguno se ha cansado de fingir. —Helena y yo nos retiramos— anuncia con un tono que no deja espacio para refutar. Sin decir una palabra tira de mí sin dejarme despedir de nadie. Mis tacones se hunden en la grama y cuando llegamos al interior me suelto de malos modos. —¡Oye! ¿Quieres sacarme el brazo? —No responde, en cambio, con la espalda recta se da media vuelta y me mira. —Aldo—, llama por encima de su hombro. Un hombre bajo y delgado aparece corriendo. —¿Señor? —¿El auto está listo? —Pregunta sin darle una segunda mirada. —Como lo dispuso— replica en tono servicial —Sube a cambiarte, no tenemos tiempo—, me dice— han reservado una suite en el hotel donde se suponen pasaremos la noche. —¡¿Cómo?! —Aldo, llévala a la habitación, —continúa—mañana estará aquí el resto de tus cosas o eso al menos es lo que dijo tu padre. Quiero reñirle, pero realmente ya estoy cansada y solo deseo que este día se acabe; así que, algo aturdida, miro al hombre que mantiene su postura atenta, respiro profundo y sigo al hombre. Subo las escaleras arremolinando mi vestido para no caer y llegamos a la planta superior, avanzamos por un largo pasillo, cuando se detiene frente a una de las puertas, la abre y hace una pequeña reverencia antes de dar un paso atrás. Lo miro con extrañeza, pero él parece imperturbable. Entro y me detengo dentro antes de escuchar cómo se cierra la puerta detrás de mí. Dejo escapar un suspiro cansado y me acerco a la cama de dosel donde descansa un bolso de viaje donde empaque un par de cambios de ropa y mis cosas personales. Había sido un pedido de mi madre esta mañana y lo hice a prisa. Me acerco y mi móvil descansa, sobre todo, pero no quiero revisar los mensajes; así que, me saco el vestido y lo dejo sobre la alfombra antes de tomar el vestido estilo americano, en color negro, extendido a un lado. Dejándome las sandalias de tacón, me pongo el vestido y dejo mi cabello libre, sintiéndome más cómoda. Tomo el bolso y regreso abajo donde Salvatore espera en el vestíbulo. Me observa mientras bajo, pero no muestra ninguna expresión. Avanza hasta la puerta principal donde está de pie el hombre llamado Aldo. Lo sigo y fuera espera un coche, no me sorprende ver el McLaren esperando. Salvatore sube al auto y resoplo. —Vaya, qué caballero —murmuro abriendo la puerta del auto y subo poniendo el bolso sobre mis piernas. Enciende el motor y cuando cierro la puerta sale expedido de la propiedad. —Sabes, sé que me detestas, digo, el sentimiento es mutuo, —comienzo— pero no te vendría mal hablarme, conversar, sentir que tengo a mi lado a un ser humano y no a un robot. —¿Nunca te callas? —Inquiere con tono irritado. «Así que siente algo el hombre de hojalata, que es ahora mi marido.» —No, de hecho, me encanta hablar, odio el silencio—. Lo miro mientras él mantiene la vista en la carretera— tú nunca hablas más de lo necesario, ¿verdad? Se queda unos segundos en silencio y cuando pienso que no va a responder mi pregunta habla: —Créeme, mi silencio es tu suerte—, replica en tono, sin emoción y frunzo el ceño. No dice más y llegamos a nuestro destino en silencio. No me extraña cuando llegamos a uno de los hoteles de los Di Sante, el Portrait Firenze. Nunca he entrado a este hotel, pero tiene una de las mejores vistas panorámicas de Florencia y al río Arno. Al bajar el valet parking me abre la puerta mientras Salvatore baja y le arroja las llaves a otro de los valet. Avanzo, pero sus zancadas con más largas y apretó los dientes cuando lo veo entrar al elevador, entro y me detengo delante de este, no sin antes darle una mirada asesina. Veo cómo nadie sube al elevador cuando lo hacemos, de hecho, un par de hombre se detienen frente a este impidiendo que alguien nos acompañe. Sin decir nada, Salvatore pulsa un piso superior seguido de un código y las puertas se cierran. Mis manos se mantienen aferradas al bolso de viaje, toma todo de mí no decirle lo que pienso. Las puertas se abren y salgo, espero encontrar varias puertas, pero me sorprendo al solo ver dos. Él debe ver mi curiosidad porque se detiene a mi lado. —Son mis suites privadas para clientes importantes. «¿Por qué siento que hay algo más?» Abre una de las puertas y entra. Le sigo y me quedo impresionada por lo bonita y armoniosa de la suite, tonos oscuros, grandes ventanales, en la primera estancia hay un recibidor y al fondo, con vista al río, un comedor. A mi lado derecho hay unas puertas dobles que me dice que es la habitación. Dejo el bolso sobre el sofá y avanzo abriendo las puertas dobles. Efectivamente, hay una gran cama dosel con sabanas grises y bancas, cojines del mismo color. —Se supone que esta es nuestra noche de bodas—, dice a mi espalda. Lo miro y le veo sorber un líquido ámbar. Las palabras de mi padre resuenan en mi mente, pero no creo que pueda hacerlo, mucho menos recordando que estuvo con otra mujer esta tarde. —Estás demente si crees que vas a tocarme. Se ríe. Una risa vacía. —¿Crees que quiero tocar a una cría como tú? No me creas tan imbécil—. Levanta su vaso, pero queda a medio camino antes de bajarlo y eme con curiosidad—, ¿eres virgen? «¿Qué pregunto?» —¿Perdón? Lo veo dejar el vaso junto a una mesa y cruza sus brazos dando un paso hasta mí, lo miro levantando la barbilla. A pesar de mi metro setenta y tacones, él aún me saca una cabeza. —¿Te pregunté si eres virgen? —No, —replico en tono despreocupado. Me niego a decirle que puedo contar con una mano de mis dedos a mis parejas sexuales, y que ninguno ha podido encontrar el maldito punta G, es como si buscaran la Atlántida. Me aclaro la garganta cuando me doy cuenta de que está cerca. —No sé qué pretendes con esas palabras, pero no es tu incumbencia. —Lo es, si mi esposa tiene un largo kilometraje. —¡Vete al carajo! Su mano me toma por sorpresa del cabello y echa mi cabeza para a atrás. —¿Qué estás haciendo? Se inclina y aspira mi aroma enviando escalofríos a través de mi cuerpo. —No te preocupes, como ya te dije, no me van las niñatas como tú —, habla en voz susurrante— puedes estar tranquila de que no te tocaré de esa manera. —No sabes cómo me alivia—, suelto con ironía cerrando los ojos antes el golpe de su aliento en mi cuello. Titubeo un poco— aunque tengo una curiosidad, ¿qué les diremos a todos cuando vean que no hay descendencia? Chasquea los labios y me libera haciéndome perder el equilibrio y caigo sentada en la cama. Sus ojos se vuelven fríos y hace una mueca de desprecio que me deja sin aliento. —De eso me encargaré más adelante, ahora te recomiendo que disfrutes tú de paz, porque será el último día. Frunzo los labios y veo cómo se aleja hasta la puerta de salida, la abre y se detiene en esta para lanzarme una mirada triunfante. —Bienvenida al infierno, Helena. Con eso sale no sin antes azotar la puerta.
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