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2356 Words
Al Paraíso era la hacienda cafetalera más hermosa que había existido jamás, o bueno, eso decían. Se encontraba rodeada de árboles, lagos y caminos escondidos que la hacían ver cómo si un paisajista la hubiera diseñado en lugar de un arquitecto. Las montañas alrededor de ella  le brindaban cierta protección como si la misma hacienda quisiera permanecer escondida y aislada del mundo exterior, formando  así una frontera para que todo el aroma a café se quedara encerrado completamente en el aire de sus cafetales.  La habían llamado Al Paraíso porque todos los que tenían la suerte de visitarla decían que habían llegado a uno y que después era imposible irse. Era como ver la tierra prometida, pero con un intoxicante olor a café, que los hechizaba y les impedía dejar sus hermosos jardines.  En ese paraíso sólo había algunos afortunados que tenían el placer de vivir ahí. La mayoría eran los trabajadores que por generaciones habían hecho de Al Paraíso su  hogar, así como la familia que por generaciones había hecho del café su fortuna.  La casa grande, como la llamaban los trabajadores, era completamente blanca, de 10 habitaciones, 15 baños, caballerizas, cocina, sala, comedor, terrazas y sobre todo balcones. Era la hacienda con más balcones que se podría imaginar. Éstos estaban a lo largo de los pasillos y ofrecían la oportunidad de vigilar los cafetales, desde la casa,  desde todos los ángulos posibles. Los jardines eran tan grandes que se podía uno perder en ellos, y era tan extensa la tierra que no había fronteras y sabían que estaban a punto de salir de los límites de la hacienda cuando llegaban  a la falda de la primera montaña. No se sabía que había detrás de esa montaña pero nadie lo deseaba, la hacienda era tan bonita que muchos pensaban que si se salía de ahí nunca la volverían a encontrar. En esos jardines  entre flores, frutas y café había crecido Don Enrique, que ahora vigilaba desde los balcones los vastos cafetales.  Don Enrique era la séptima generación que llevaba el mando de la hacienda. Su padre, Don Gabriel, la había heredado de su padre y así sucesivamente hasta la primera generación. Las tierras pasaban de primogénito varón a primogénito varón sin ninguna excepción, así que las familias de trabajadores que habitaban en la hacienda decían que ese era el secreto para que Al Paraíso siempre estuviera llena de suerte: la tradición. Al Paraíso no sólo estaba llena de aroma a café, jardines, lagunas y montañas, si no también de supersticiones que con el paso de los años sus trabajadores habían sembrado ahí y que al igual que el poderío de la hacienda se pasaban de generación en generación estableciéndolas como bendiciones para la tierra y para la cosecha que les permitía vivir tan bien y con tan buena fortuna. Así que cuando Don Enrique dio a conocer que él y su esposa "la extranjera" tendrían una niña como primogénita las alarmas entre los trabajadores sonaron.  La niña llevaría por nombre Matilde  en honor a su abuela, quien había sido muy respetada por todos. Cuando los trabajadores escucharon esa noticia, temieron lo peor desde un principio, ya que para su mala suerte  ya habían vivido una situación así. Años atrás, otro patrón había tenido una hija y durante el año que ésta estuvo viva una plaga cayó y acabo con la cosecha. Por más oraciones que ellos elevaron al cielo y por más rituales que la bruja les hizo hacer no se pudieron recuperar. La niña tiempo después desafortunadamente murió  y llegó el varón arreglándolo todo, así fue como la leyenda del primogénito no sólo se se hizo realidad, si no se convirtió en un dogma.   –  Esos eran otros tiempos. – Dijo Leona, la bruja del pueblo. – No debemos vivir en el pasado y pensar que porque ahora es otra niña lo mismo nos va a pasar. Lo que pasó aquella vez fue una mezcla entre malos cuidados y el nacimiento de la niña. No creo que ella haya tenido algo que ver.   –  Pero ahora es peor. – Comentó un recolector mientras se limpiaba la cara con un trapo. –  No sólo es niña, si no que Don Enrique se casó con esa "extranjera" así que la maldición viene doble.  Tanto era la preocupación de los trabajadores o tal vez la ignorancia lo que obligó a Leona a mandar a su hermana menor Tita, que en ese entonces estaba embarazada por primera vez, a que se ofreciera en la casa grande para ser nana de la niña y así poder estar al tanto de todo. A pesar de la poca experiencia que Tita tenía en el cuidado de bebés, accedió a hacerlo, no sabía si por el cariño que le tenía Don Enrique o porque su hermana podría llegar a ser muy insistente si se negaba.   –  Lo primero que harás Tita será traerme a la niña acá para que pueda leer su destino y saber lo que nos espera. A lo mejor es posible proteger los cultivos o hacerlo nosotros de cualquier cosa que posiblemente pueda pasar.  Así que Tita, en la primera oportunidad que tuvo le llevó a la niña. Matilde Cienfuegos era una hermosa niña blanca como su madre, de ojos verdes y con el pelo negro como el de su padre. – Será alta – pensó Leona cuando vio lo larga que era la bebé. La tomó entre sus brazos y se la acercó al pecho lentamente. La abrazó y luego la volvió a mirar. Todos esperaban con ansias a que ella dijera una palabra, la observaban como si estuvieran viendo al mismo destino acercarse hacia ellos.   –  La hacienda estará bien, no se preocupen – dijo segura – Pero el destino de esta niña está plagado de mucha tristeza, soledad. Trae el pasado de su madre cargando y el peso de su herencia sobre ella.  Mientras decía esto, la niña empezó a llorar tan fuerte que Tita corrió y se la quitó de los brazos como si estuviera lista para salir corriendo en caso de que "la extranjera" la escuchara hasta la casa grande.   –  Pero es fuerte y aguerrida. Será valiente y rebelde. Siempre hará las cosas a su manera. Don Enrique va a tener que cuidarse de ella. A pesar de todo lo que dije será feliz, sólo hay que darle tiempo para que ella lo descubra.   –  Pobre niña. –  Dijo Tita mientras la mecía entre sus brazos – Tan pequeña y ya tiene tanta carga sobre ella.  Leona buscó entre sus cosas y sacó un brazalete con una piedra azul opaca. Lo tomó entre sus manos y susurró unas palabras que más bien parecían un cántico. Después con él, le tocó el pecho a la niña a la altura del corazón y ésta terminó por tranquilizarse.   –  ¡Qué le has hecho hermana! – exclamó Tita asombrada.   –  Sólo le ayudé a que su carga no fuera tan pesada. Ella es muy pequeña para entenderlo, pero su vida acaba de cambiar. Toma – le dio el brazalete a Tita – Cuando Matilde cumpla 18 años se lo regalarás y le dirás que nunca debe quitárselo. Le ayudará el resto de su vida.  Tita por miedo a que fuera algo malo no quiso preguntar más. Apretó fuertemente el brazalete y después salió de la  casita  mientras trataba de que Matilde no se despertara. Leona las observó mientras desaparecían en la obscuridad y dijo para sí misma.   –  Tal vez no puedo salvarte del tipo de vida que posiblemente estés destinada a vivir. Pero puedo ayudarte a ser feliz. Deberás agradecérselo a Tita el resto de su vida.  Esa noche Matilde durmió como nunca lo había hecho en las semanas que llevaba de nacida y al siguiente día cuando el sol tocó el cielo los cafetales se veían más esplendorosos que nunca en señal de que ninguna maldición se había despertado. Al Paraíso  se encontraba a salvo, pero a pesar de los rituales que Leona había hecho en su casita, los trabajadores mantenían los ojos abiertos y las manos al cielo, rogando que la niña no fuera símbolo de algún mal augurio.   ***  Antonia, había nacido y crecido en Córdoba, España. Su familia no era de mucho dinero, pero tenían lo necesario como para ser llamada familia de la alta sociedad. Eran 3 hermanas, ningún varón, así que cuando las jovencitas llegaron a la edad de presentarse en sociedad la casa se llenó de pretendientes y "amigos". Antonia fue la última en presentarse al ser la más chica, y a pesar de eso destacaba más que sus hermanas mayores. Era inteligente y rebelde, el último era el detalle que atraía a los jóvenes y la metía en problemas, no sólo con sus padres, sino con los mismos pretendientes. Sus hermanas aún no entendían cómo lograba mantener a tantos chicos alejados y al mismo tiempo tan interesados en ella.  Sin embargo, su racha de buena suerte terminó cuando uno de sus pretendientes, José, enterándose de que ella tenía a alguien más, decidió terminar con su vida cortándose las venas en la bañera de su casa. Él sólo tenía 23 años cuando murió por amor y en su obituario sólo decía José: amó mucho, pero a la mujer equivocada. Cuando Antonia se enteró de lo sucedido entró en un momento de depresión. Sus juegos y descuidos habían provocado que un hombre se quitara la vida y todo el mundo sabía que era ella la causante, así que su depresión no fue por la muerte de su amado, sino mas bien por la reputación que posiblemente en algún punto ella perdería. Dejó de salir a la calle, incluso de su habitación, quería que todos supieran lo arrepentida que estaba y que en verdad ella moría de amor por él. Fue tan buena su actuación que sus padres le creyeron y pensaron que lo mejor para ella era mandarla a otro lugar, por lo que tiempo después Antonia llegó a vivir a casa de su tía en Madrid.  La tía tenía una famosa casa de hospedaje para estudiantes cerca de la universidad Camilo José Cela. Antonia le ayudaría con la administración de la casa y tendría la oportunidad de asistir a algunas clases en la universidad para distraerse y olvidarse de los pesares. Aunque se podría pensar que Antonia no regresaría a sus hábitos de coquetería, esto sería un gran error, ya que sólo pisar Madrid empezó a salir con cuanto joven se le declaraba y de nuevo los pretendientes se le acumularon hasta que ella no pudo recordar quién era quién. Comenzó a escribir en una libreta el nombre y características de cada uno, detalles que sólo ella veía y que le ayudarían a identificarlo sin causar ningún problema. Esta estrategia le funcionó hasta que una tarde vio a Enrique entrar a la casa.  En ese entonces, como todos los veranos, Enrique había llegado a Madrid para quedarse por 2 meses, aunque esta vez parecía que era por más. Su padre en México le había pagado los mejores maestros para que lo educaran, pero ahora era momento de darle una educación más formal. Una educación universitaria.  Enrique era muy gallardo y guapo. Siempre vestía pantalón de mezclilla  y camisas que le daban un aire fresco. Tenía pelo negro, muy negro, y sus ojos eran color verdes. Hablaba francés, inglés e incluso un poco de japonés gracias a un amigo de su padre que se había tomado el tiempo de enseñarle algunas palabras. Estaba instruido en arte y literatura, era fanático de la ópera una afición que su madre, antes cantante de ópera, le había heredado durante su infancia. Podría parecer un poco pretencioso, pero él era un hombre sencillo. Saludaba a todos amistosamente por las mañanas y le gustaba ayudar a las personas que él pensaba se lo merecían.  Antonia pudo ver todas estás cualidades y más en él, pero sólo tuvo un interés sincero cuando se enteró que era rico y que sería heredero de una de las haciendas cafetaleras más importantes en México. Así que dejó su lista de pretendientes al lado y se enfocó sólo en él. Todas las mañanas bajaba exclusivamente a desayunar para hacerle compañía y por las tardes procuraba ser ella quien le abriera la puerta cuando regresaba de la universidad. Tal vez para Enrique no fue amor a primera vista, pero sí hubo atracción. Antonia era  totalmente diferente de las novias que él había tenido en la hacienda, sus ojos miel le encantaban y le gustaba cómo se vestía con colores que iban perfectamente con su tono de piel. Así que después de algunas salidas al cine, al parque o al teatro  y algunos besos, Enrique, antes de regresarse definitivamente a la hacienda ,se casó con ella sin decirle a sus padres, evento que le pesó bastante tiempo después ya que ambos morirían en un accidente de carro un mes antes de su regreso. Antonia le avisó la noticia a sus padres sobre la boda como si no tuviera importancia, enviándoles una simple carta  donde en una línea escribió: me casé, me voy de Madrid, no me busquen más  y emprendió el viaje Al Paraíso y hacia su nueva vida.  Así fue cómo ella llegó a la hacienda, y todos le dieron la bienvenida con calidez. Al principio fingió que le gustaba estar ahí para guardar las apariencias, pero tiempo después dejó de hacerlo. Desde el principio no se sintió a gusto, ni cómoda, Enrique, al ser ahora el dueño, pasaba casi todo el día metido en los cafetales descuidándola continuamente. No le gustaban el clima, ni la comida y mucho menos el flamante sol que amenazaba su blanca piel. Así fue, como terminó encerrada en la casa grande observando a todos desde los largos balcones, saliendo a veces un poco a la terraza para distraerse con las flores o para leer algún libro de literatura inglesa que se encontraban resguardados en la biblioteca. Los trabajadores la llamaron la "extranjera" no únicamente porque venía de otro país, sino por ser completamente distinta a su esposo, por ser indiferente a su nueva casa y tiempo después por no haberle dado un hijo. 
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