Emma Hernández.
—Señorita, ¿necesita algo más? —pregunta amablemente la azafata en cuanto despega el avión. —Un té, un café. Enseguida serviremos la cena.
—Estoy bien, gracias —respondo tragando saliva. —Yo la llamo si necesito algo más.
¿A quién quiero engañar? Claro que no estoy bien, estoy destrozada. Pero ella no me puede ayudar con eso.
Una vez que se retira de mi lado, llevo mi cabeza para atrás apoyándola sobre el espaldero, cierro los ojos, y las lágrimas comienzan a fluir de manera incontrolable, una vez más.
Ni yo misma creo que fui capaz de irme de su lado, de tomar esta decisión y de salir huyendo sin ni siquiera despedirme de nadie, pero así debía ser o toda esa valentía se vería amenazada si alguno de ellos estaba en la casa.
Pese a todo lo malo que viví ahí, también h
